La pubertad
De niños, él era su amigo. La Tía Lile les preparaba la leche
tibia cuando volvían de la escuela. Él la cuidaba. La protegía del futuro, y
también de las miserias.
La Tía Lile cultivaba unas enormes dalias en el jardín. Nunca
pudo olvidar el color de las dalias, esos manchones granate que alegraban el
cerco, sobre la acera.
Las calles de tierra tenían zanjas a los costados donde de noche
cantaban ranas que los muchachos salían a cazar con faroles.
La cuidaba. De los miedos, y también de los muchachos. A veces,
se besaban a escondidas en los patios del verano. A la hora de la siesta,
aplastados por el canto de las cigarras, húmedos de un sopor caliente que
espesaba el aire. Y también al anochecer, cuando los guiños dorados de las
luciérnagas parecían imágenes de películas soñadas. Nunca vistas. Se tomaban de
la mano y se acariciaban con torpeza. Con una brevedad culposa que rozaba lo
incierto.
Ahora va al entierro de la Tía Lile para despedir a Dó. Para
despedirse de él, de esas calles, de esos espasmos adolescentes, de esos
manchones rojos que ya no.
La seducción
Le ordena que se quite los lentes oscuros. Dice que le da
vergüenza, que no se ha levantado con buena cara hoy. Dice que no importa, por
su parte no se levanta con buena cara desde hace tiempo. Pero en cambio quiere
tener la certeza de que verá su rostro de tantas vidas. Tantas que puede
asustar, o agradar, o nada.
Habla de sus cosas. Habla mientras camina por el cuarto. Sonríe,
lo deja hacer. Es como si antes no hubiera habido nada. No hablan de eso. Como
si nunca hubiera ocurrido. Tal vez comiencen a estar muy lejos ahora, cuando
empiezan a estar tan cerca.
La ternura
La mujer siempre iba con el niño detrás, pedaleando con fuerza. Cada
tarde, camino del muelle.
El niño de entonces recuerda. No el hombre que ahora es, sino el
niño de antes. Recuerda las tardes del muelle. El mar. La sombra de los barcos,
siempre tan lejos. Y la mirada de la madre, más lejos aún. Tanto como ahora,
cuando nadie sabe donde está. Los ojos y las manos de esa mujer que él puede
ver y tocar y, sin embargo, que no sabe, que nadie sabe dónde está. Algunas
veces, el hombre que es, le desea la muerte a esta mujer extraviada,
desconocida para siempre. Pero otras, el niño que va en bicicleta con su madre
sólo siente deseos de llorar.
La rajadura
Je suis tèrrible. Algo se quebró dentro de mí y no puedo
acomodarlo. C`est tout. Si pudiera, pasaría el tiempo entero viendo
películas, o tomando aviones. O trenes, con gente desconocida. Hacia lugares
desconocidos. Hasta mudar toda la piel. Y desear la lluvia.
Del libro de la
autora: la vida leve. Ediciones
La Carta de Oliver, noviembre 2014
Norma Etcheverry
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