miércoles, 1 de agosto de 2018

Norma Etcheverry


La pubertad

De niños, él era su amigo. La Tía Lile les preparaba la leche tibia cuando volvían de la escuela. Él la cuidaba. La protegía del futuro, y también de las miserias.
La Tía Lile cultivaba unas enormes dalias en el jardín. Nunca pudo olvidar el color de las dalias, esos manchones granate que alegraban el cerco, sobre la acera.
Las calles de tierra tenían zanjas a los costados donde de noche cantaban ranas que los muchachos salían a cazar con faroles.
La cuidaba. De los miedos, y también de los muchachos. A veces, se besaban a escondidas en los patios del verano. A la hora de la siesta, aplastados por el canto de las cigarras, húmedos de un sopor caliente que espesaba el aire. Y también al anochecer, cuando los guiños dorados de las luciérnagas parecían imágenes de películas soñadas. Nunca vistas. Se tomaban de la mano y se acariciaban con torpeza. Con una brevedad culposa que rozaba lo incierto.
Ahora va al entierro de la Tía Lile para despedir a Dó. Para despedirse de él, de esas calles, de esos espasmos adolescentes, de esos manchones rojos que ya no.


La seducción

Le ordena que se quite los lentes oscuros. Dice que le da vergüenza, que no se ha levantado con buena cara hoy. Dice que no importa, por su parte no se levanta con buena cara desde hace tiempo. Pero en cambio quiere tener la certeza de que verá su rostro de tantas vidas. Tantas que puede asustar, o agradar, o nada.
Habla de sus cosas. Habla mientras camina por el cuarto. Sonríe, lo deja hacer. Es como si antes no hubiera habido nada. No hablan de eso. Como si nunca hubiera ocurrido. Tal vez comiencen a estar muy lejos ahora, cuando empiezan a estar tan cerca.


La ternura

La mujer siempre iba con el niño detrás, pedaleando con fuerza. Cada tarde, camino del muelle.
El niño de entonces recuerda. No el hombre que ahora es, sino el niño de antes. Recuerda las tardes del muelle. El mar. La sombra de los barcos, siempre tan lejos. Y la mirada de la madre, más lejos aún. Tanto como ahora, cuando nadie sabe donde está. Los ojos y las manos de esa mujer que él puede ver y tocar y, sin embargo, que no sabe, que nadie sabe dónde está. Algunas veces, el hombre que es, le desea la muerte a esta mujer extraviada, desconocida para siempre. Pero otras, el niño que va en bicicleta con su madre sólo siente deseos de llorar.


La rajadura

Je suis tèrrible. Algo se quebró dentro de mí y no puedo acomodarlo. C`est tout. Si pudiera, pasaría el tiempo entero viendo películas, o tomando aviones. O trenes, con gente desconocida. Hacia lugares desconocidos. Hasta mudar toda la piel. Y desear la lluvia.


Del libro de la autora: la vida leve. Ediciones La Carta de Oliver, noviembre 2014

Norma Etcheverry
La Plata, Buenos Aires, Argentina

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