miércoles, 1 de agosto de 2018

Damián Andreñuk



    El mendigo era fuerte y delicado (curtido por lo peor del mundo, si le hubieran permitido vivir habría sido muy sensible, muy humano). En el hartazgo de los desengaños, en una conexión intensa con el hambre y con el frío (su humillación era ser; su inevitable suplicio); aguardaba.
    No insistía en su calvario por ingenuidad. Paradójicamente, cada uno de sus días era un tributo valiente hacia la vida, un homenaje secreto a la dignidad que con desprecio le habían quitado desde siempre.
    Oyendo un íntimo quejido (las vísceras como expuestas), sosteniendo muy firme un amor invencible, lo logró. Siguió su lucha constante hasta el último de sus alientos. 


*  *  *

    Un estruendo permanente, sangre en los charcos y cadáveres yaciendo entre los que corrían combatientes vivos o al menos en movimiento.
    Sintió una bala quemándole su hombro. Pero siguió sin detenerse en su herida, sin que logren reducirlo al pasto sucio donde lo aguardaban las tinieblas. Miró a lo lejos, sus compañeros de tropa avanzaban hacia él, dominando.
     Se supo a salvo y orgulloso. 


*  *  *

   Habíamos bebido hasta clausurar el pesar. Las muecas y el habla bifurcaron sus rumbos. Mariano exageraba ademanes, ensayaba cortos pasos manteniéndose en su sitio. Comencé a disociar su cuerpo de las palabras que decía, a proyectar quehaceres en mi mente mientras percibía un tenue balbuceo:
    -¿Se entiende?
    -Claro -respondí


*  *  *

  Una lenta melodía se desplazaba por la habitación (Agustín había encendido su equipo musical unos minutos antes de que Jimena llegara puntualmente). Aunque sin comprenderlo por completo, debido a un apremio instintivo habían hablado sobre hacerlo en varias oportunidades.
   Jimena temblaba ingenuamente erótica (era en el fondo una niña conociéndose); se ahogaban sus palabras por la extrema tensión. Agustín la sintió trémula, sin embargo había logrado convencerse de que estaba inmensamente sereno.
    Desnudos, luego de un rato de besos como excusas Agustín confesó con una súplica derrotada “No sé lo que pasa”. Pero no pudieron reír (lo hicieron bastante después, terminado el trance, satisfactorio al fin).


*  *  *

    Como anticipándose, Silvia se había despedido de su hijo en cada largo abrazo.
    Lo miró a través de un vidrio pedalear sobre el pasto, sentirse clara y plenamente alegre bajo un sol que se debilitaba. Tomó uno a uno los cubiertos del almuerzo y comenzó a lavarlos, a volverse ausente en su tarea doméstica, habitual.
    Cuando alzó de nuevo la vista no pudo encontrarlo. Gritó en vano su nombre, salió desesperada y vio la imagen del terror que ya empezaba a devorarla; el triciclo dado vuelta y su nene ahogado.
    Sintió una fuerza mayor sujetando su alma por los hombros para arrojarla mucho más allá del lago de fuego.


Damián Andreñuk
La Plata, Buenos Aires, Argentina

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