Fotos.
Papeles descoloridos. Un sobre rosado, otro celeste. Cartas. Pastilleros de
plata, de nácar o laqueados. Retazos de telas. Botones. Un tocado. Una hebilla.
Una cinta. Un moño. Dibujos infantiles. Todo amorosamente acomodado en varias
cajas, tan diversas como todo lo que se escondía adentro. Diversión, asombro,
curiosidad, tantos sentimientos brotaban mientras yo me deleitaba con historias
contadas con paciencia y detalle. Un mundo fascinante el ropero de la abuela.
Ella siempre me complacía sacando alguna caja llena de recuerdos, al pedirle
ver sus cosas “de cuando era joven”. Anécdotas, risas y lágrimas. Sólo conocí a
mi abuelo a través de sus palabras y ya desde pequeña, mi abuela se convirtió
en mi refugio y su casa en mi remanso.
El
paso del tiempo fue acomodando sus jugadas y ya no compartíamos tantos momentos
alrededor de los recuerdos. Nos enriquecían horas de charlas, los intercambios
de recetas de cocina o de hierbas medicinales. Disfrutábamos la mutua compañía,
la complicidad, la dedicación. Me escuchaba sin horario, su sonrisa radiante,
fundiendo su mirada con la mía; yo me maravillaba con su sabiduría, con su piel
blanca y suave, sus manos sobre las mías.
Durante
unos pocos meses se fue apagando, en silencio y sin sufrimiento físico. Su
partida fue un golpe desgarrante para mí. Me quemaba tan profundamente que ni
siquiera sabía adónde sentía el dolor. Jamás imaginé cuánto duele perder a un
ser amado. Quedé paralizada, y cuando el fuego y la angustia dieron paso a la
tristeza y la nostalgia, me concentré en el primer año de la universidad.
Había
que desocupar la casa de la abuela y mi madre comenzó con la titánica tarea de
reacomodar muebles, ropa, recuerdos: regalar, conservar, tirar. Mis clases,
libros, idas y venidas, eran suficientes motivos para no pensar. No quería
escuchar o ver las cosas que mi mamá contaba o traía de esa casa que no
soportaba imaginar vacía. Al comenzar las vacaciones, ella me comentó que había
un armario que tenía cosas que tal vez podrían interesarme. Abrumada aún,
regresé a esa casa y volví a desarmarme en llanto, herida y sola, frente al
ropero de la abuela. Me solidaricé con mi mamá y la acompañé día tras día,
dolor tras dolor, primero desocuparía el ropero y luego la ayudaría con el
resto de la casa. Con respeto y cuidado, revisé esas cajas tan conocidas, leí
unos pocos papeles, miré algunas fotos, evoqué las historias de cada objeto,
sonreí, lloré. Recuerdo tras recuerdo iban pasando los días. En cierta
oportunidad al sacar un cajón, descubrí un papel doblado y gastado que nunca
había visto; mientras lo abría cuidadosamente se iba desmenuzando en los
dobleces y debí rearmarlo sobre la cómoda. Leía y releía sin poder creer, había
visto películas con situaciones similares pero ésta era la letra de mi abuela,
las palabras de mi abuela. El papel estaba arrancado y supuse que sería una
hoja de un diario personal. Ya en mi casa, para conservarlo, pegué ese papel
sobre otro y lo coloqué en una de mis cajas personales. A partir de ese momento
era responsable y guardiana del recuerdo mejor guardado de mi abuela.
--
3 de junio de 1923
Este domingo me está aplastando. Me siento
agobiada.
Hace dos días estuve con él. Era uno de
esos días en que las cosas se empeñaban en salir mal: los pasos equivocados,
las palabras incorrectas, los tropezones inesperados. Sí, uno de esos días en
que todo está torcido, uno de esos días para olvidar. Y entonces él apareció.
Muchos meses sin verlo, aunque nunca se va
completamente: quedo atrapada en su voz pausada y sugestiva, en sus caricias
tiernas y provocadoras, en su mirada franca y penetrante.
Cada día me siento en un banco de la
plazoleta a varias calles de mi hogar. Detengo el tiempo leyendo sin leer,
estando sin estar, sin siquiera saber si acaso lo encontraré. Y cuando está a
mi lado, simplemente me pierdo. Mis pensamientos se fugan cuando debería
concentrarme y averiguar quién es, de dónde viene, qué hace, por qué
desaparece. Nunca me habla de él. ¿Quién es…? Preguntas que surgen más tarde,
cuando estoy en calma y él seguramente estará muy lejos de aquí.
Ah… mi querido compañero… Jamás sabrás en
quién pienso mientras transitamos la vida juntos. Hora tras hora, rutina tras
rutina. ¿Tendría yo el valor de confesártelo? Me perdonarías, seguirías a mi
lado y callarías evitando el tema, cerrando la puerta detrás de tremenda
revelación.
¡Y tú, desconocido! ¡A ti te hablo! Debería
odiarte. Pretendes atenuar nuestro deseo con una separación y luego me buscas.
Tu seguridad, mi entrega y nuestra urgencia nos sacan de esa plaza. Tu recuerdo
me estremece, tu presencia me alborota. Tu respiración incitante, tu piel
ardiente. Tu ser fundido con el mío, invadiendo mi cuerpo, exaltándonos de
placer. Desde hace dos días sólo existo para ti, por ti. Mi piel se eriza, mi
respiración se torna incontrolable, mi corazón galopa desenfrenado. La ropa me
aprieta, me siento inquieta. Anhelo recorrer con mis besos todo tu cuerpo.
Ahora mismo quisiera morir en tus brazos.
Hace tan sólo dos días se cruzó nuevamente
en mi camino. No tengo clara conciencia acerca de lo sucedido esa tarde. Mi
razón me abandonó para no opacar mis sentimientos. En ese día negro, él me
trató como yo necesitaba, me arropó con una manta de colores, con ternura y
calidez. Supo una vez más cómo llegar hasta mí y envolverme íntegramente. La
magia brotó en el instante preciso.
Y hoy, mientras este domingo se desvanece
con insoportable pesadez y los minutos se acomodan en solitarias horas, intento
desvelar si amo a este desconocido. Costumbre o amor, deseo o amor, soledad o
amor. Debería olvidarlo. Sin embargo, seguiré caminando hasta la plazoleta, me
sentaré a esperar, algún día aparecerá y yo, aturdida, conmocionada e
inmensamente complacida, volveré a sucumbir ante su presencia.
Julia
--
Abuela
querida mía:
Tu
recuerdo me acompaña siempre, vive en mi alma, en mis hijos y en mis nietos.
Hace
muchos años, en mi jardín enterré la hoja perdida que encontré aquel día. He
decidido que tu secreto muera conmigo, sólo está grabado en mi memoria.
¿Sabes,
querida abuela? Cada domingo pienso en tu espera, en ese hombre desconocido, en
tu entrega pasional, en tu silencio. Cada domingo pienso si lo habrás amado.
Cada
domingo pienso que si yo hubiera vivido una pasión como la tuya, tal vez jamás
me habría sentido sola.
Analía Pascaner