Doña Efigenia
Todos
los días cuando el calor más apretaba y el sol parecía convertir en estacas de
fuego cada rayo; o cuando el frío ponía rojas las narices y la base de las
orejas, la mujer pasaba por el filo de la calle angosta bordeando la orilla del
riachuelo sin contaminación en ese tiempo de vendedores de a caballo y pilas de
valores ahora desvalorizados.
Éramos
muy pequeñas mi amiguita y yo y esperábamos su aparición con nuestros
corazoncitos al galope estrenando los primeros temores ante lo diferente. A lo
que se alejaba de los parámetros de normalidad impuestos socialmente. El motivo
de nuestra espera decían que se llamaba doña Efigenia y el nombre en sí mismo
nos sonaba a algo extraño, como si no fuera propio de esta tierra. Creo que los
adultos tampoco sabían mucho de esa persona que hoy, con varias décadas más
sobre mis hombros, aparece como una visión muy fuerte, casi como si fuera un
personaje atemporal.
Si
tuviera que hacer un retrato de esa mujer de andar exhausto diría de ella que
parecía penitente de auroras enlodadas, como si pasara sus horas entre nubes
oscuras de veneno derramado en su linfa. La imagino como arrojada a un vacío
repleto de guijarros.
Diría
sin temor a equivocarme que doña Efigenia pateaba desencuentros de arcángeles
dormidos, asemejándose a un bodoque; a estrella deformada; a un árbol sin
tutores; a una aguja sin ojo incapaz de enhebrar el hilo de la vida.
Su
mirada esquiva parecía ser el resultado del salto imperceptible de un resorte;
sin escuchar el tono de su voz lo imaginábamos áspero; elucubraciones propias
del desconocimiento, del exceso de fantasía que nos hacía imaginarla como un
ser de otra era entre los rumores de un barrio chato, aburrido, donde resultaba
más divertido presuponer que callar.
En
una oportunidad, mientras esperábamos ansiosas su paso, las vecinas la
mencionaban haciendo una especie de vaticinio histórico de la vieja, de su
pasado, de su destino vetusto:
-Ella
tuvo una infancia desgraciada, decía doña Blanca, la mamá de Sofía, era hija de
padre bebedor que golpeaba hasta a su propia madre en cada exceso etílico. La
cargó de hijos, no sé cuántos, pero eran muchos.
-Sí,
eso me dijeron, asentía doña Clorinda agregando detalles quién sabe si con
fundamento; además, continuó, estaba para casarse y el novio la plantó en la
iglesia, la pobre enloqueció.
Mi
amiga y yo íbamos recopilando datos que por supuesto la imaginación se
encargaba de inflar como masa con levadura.
-Además
tuvo otros amores, comentó doña Anita con la seguridad de un abogado carancho
que pretende imponer su tesis falsa, agregando unas gotas más a una especie de
alquimia barrial que pretendía dibujar un perfil al que nadie nunca tuvo
acceso.
-Dicen
que perdió un hijo, agregó doña Luisa persignándose, a lo que doña María sumó
su “Dios lo tenga en la gloria, pobrecito, dicen que era deforme”.
Doña
Efigenia siguió pasando muchos años con su marcha de madreselva herida;
mientras nosotras nos deteníamos en su mirada de ángel en exilio, dentro de las
posibilidades que brindaba al dar los buenos días tímidos, sin voz audible, con
un simple movimiento de su cabeza siempre cubierta por un pañuelo de colores
devorados por el sol y las lloviznas.
Lo
que hoy pienso cada vez que la recuerdo es que cargaba un estigma que no tuvo
ni quiso y aun así, de ser cierto lo que se decía de ella, fue capaz de
carcomer el odio irracional de la ira. Jamás tuvo un gesto irrespetuoso pese a
tanto desprecio que sin dudas podría percibir en el entorno.
A
pesar de su parquedad doña Efigenia fue capaz de desplegar alguna sonrisa
efímera que no tenía sentido, empalideciendo al sol, encandilándolo con ganas
locas de perseguir su día.
Hoy
sigo recordando a esa mujer opaca, imaginando que mientras sueña su sueño -tal
vez y por los años pasados, ya podría ser eterno, no sé-, habrá de andar
susurrando alguna frase encendida, inconexa, como quien murmurara en un oído
tibio una canción de amor para dormir al niño que decían.
Siento
que tal vez depositó su aliento, dio su vida, por esa mariposa que hizo nido en
su ombligo y quisiera decirte que si alguna vez, por esas cosas extrañas de la
pervivencia se cruzara por tu camino, ya vencida, observes dulcemente cómo
carga tormentos. La mujer era un canto de amor en esta vida, aunque fuera
lacónica, hirsuta, desteñida.
Nechi Dorado
Buenos Aires, Argentina
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