Pirata y miseria
En el campito -baldío infame, de
piedras en punta y groseras cañas mochas-, ahí comenzamos. En un principio
fuimos dos, Ezequiel y yo, el resto vino con el tiempo; algunos por curiosidad,
otros para intentar competirnos, pero no fueron parte del inicio.
Aprovechábamos las tardes ventosas,
aquellas que detestaban las mujeres peinadas con spray. Ezequiel pasaba por mi
casa, si era necesario le rogaba a mi vieja para que me dejara salir. Pedía
clemencia si por algún castigo no me permitían abandonar el hogar. Yo jamás
tuve que solicitar nada a la madre de Ezequiel, a él nunca lo sancionaban.
Desconozco si tenía un comportamiento ejemplar o sus padres eran más
indulgentes. Lo cierto es que íbamos al campito cargando los barriletes para
remontarlos tan alto como fuera posible.
Nuestros barriletes no eran de plástico
ni tenían imágenes de Batman o el óvalo de Ford. Eran de cañas, papel rojo y
amarillo (el de Ezequiel, azul y rojo el mío), hilo matambrero y colas de medio
metro.
Allí, en el campito, corríamos evitando
obstáculos, buscando corrientes de aire que nos permitieran remontar y adornar
el cielo con colores. Alguna vez Ezequiel se abrió la rodilla. Corrió mirando
hacia atrás, los ojos fijos en el barrilete. Tropezó y cayó sobre un trozo de
vidrio. Le dieron cuatro puntos sumados al reto paterno.
Al día siguiente vino a casa; no podía
correr pero quería disfrutar del vuelo de los barriletes. Ese día remonté el
mío para él, le cedí el ovillo. Nunca permití a otro pilotear mi barrilete,
sólo por esos días, hasta que se recuperó, entregué el manejo a Ezequiel.
Fue iniciativa de él ponerles nombres,
Ezequiel eligió “Pirata”, yo “Miseria”.
Otros chicos se fueron acercando al
campito. A todos los mirábamos con desconfianza. Les tirábamos encima a Pirata
y Miseria, acorralándolos en el aire como perros rabiosos acosando a un conejo.
Los chocábamos en vuelo hasta hacerlos caer. A veces lográbamos el cometido.
Nos mirábamos de reojo con Ezequiel, riendo, disfrutando la cara de frustración
del derribado.
Juntos ideamos la elaboración del mega
barrilete. Ahorramos monedas vendiendo diarios por la mañana y compramos papel,
lijas, hilo. Debimos trabajar mucho las cañas para hacerlas livianas y
reforzarlas con madera balsa. Lo construimos en el garage de casa sin
supervisión alguna. Lo llamamos Copenhague. Para sacarlo del garage hubo que
abrir ambos portones y hacer maniobras complicadas. Era un viernes por la
tarde, en el campito había varios chicos. Todavía recuerdo las expresiones de
admiración de los pibes. Seis metros de largo, cuatro de ancho, una cola
especial de metro y medio con flecos. Nunca ningún cielo había visto algo tan
grande.
-Hasta
el sol va a llegar -le dijo Ezequiel a un pibito.
Nos tomamos el tiempo necesario,
buscamos serenarnos y ser pacientes para esperar al viento. Yo me encargué del
barrilete, Ezequiel daba hilo. Fracasamos dos veces, en la tercera Copenhague
remontó. Ezequiel lo piloteó hasta que superó la línea de los otros barriletes.
Luego, con una sola orden me entregó el ovillo:
-Hacelo
subir todo lo que puedas.
Sentía cómo Copenhague clamaba por más
hilo, le di el gusto hasta dejar un resto mínimo en el carrete. Ofrecí un
último tirón para mostrar quién mandaba y lo solté. Lo vimos trepar libre, por
un instante opacó al sol y el barrio quedó en penumbras. En el campito se
escuchó un “Ohhhh” largo. Me abracé a Ezequiel.
Después de aquel día volvimos pocas veces al campito y
con el correr del tiempo el cielo fue perdiendo esos adornos flotantes.
Sigo levantando la vista cada vez que
se nubla. No pierdo la esperanza de ver pasar al Copenhague, sin embargo, en
más de una ocasión las gotas de lluvia me hacen volver a la realidad.
Marcelo Rubio
Buenos Aires, Argentina