La tarde que me visitó Borges
Tarde invernal, tediosa y de sólo tres grados de temperatura. Soplaba viento del sur y esto hacía que la sensación térmica fuera de cero grados.
La calle se hallaba desierta y los árboles de hojas caducas agitaban sus desnudos tallos como en una extraña y vegetal añoranza de tiempos mejores. Nostalgias de savia y clorofila.
Todo aquello veía desde mi ventana que daba a la calle Mitre. Desde esa habitación, mi preferida, observaba aquel paisaje invernal. Bajo la exigua luz que entraba a través del vidrio, trataba de encontrar la rima de un verso, huidiza y necesaria.
En realidad, estaba ansioso, aguardaba el auto gris.
La noche anterior me habían dicho: “Espera un auto de color gris, en él, va a llegar Borges a tu casa”.
Las horas se sucedían atormentándome con un explicable nerviosismo. Para calmarme, me decía en voz alta: “Fue sólo un sueño. Borges está muerto. Te estás volviendo loco”. Sin embargo, contrariamente a este rasgo de mi pensamiento, yo seguía observando la calle desde mi ventana, porque, aunque no pudiese probarlo, sabía que Borges iba a llegar a las 17:40.
Un auto gris se detuvo frente a mi casa. El conductor descendió del coche, abrió la puerta posterior derecha y Borges bajó del vehículo. Vestía un traje gris a rayas. Llevaba una camisa celeste y no tenía corbata… Sonó el timbre y abrí la puerta. Borges miraba sin ver, pero al oír el sonido, me saludó.
-Buenas tardes, ¿puedo entrar?
-Sí, pase, señor Borges.
Entró tras de mí, empuñando su bastón. Nos sentamos en la sala y el genial literato preguntó:
-¿Cómo era su nombre?
-Ezequiel -respondí.
-Ezequiel -repitió pensativo-. Como el profeta. ¿Es usted judío? –me preguntó de improviso.
-No, para nada. Es mi seudónimo. Lo elegí porque es breve y me ha dado suerte.
-¡La suerte! –Espetó Borges- ¡Siempre la suerte formando círculos invisibles alrededor del hombre para empujar las leyes del destino!
-No sabía que usted creyera en la suerte.
-Perdone, Ezequiel, pero, ¿leyó usted mis libros?
-Sí –Respondí azorado.
-Si los leyó, comprenderá porqué estoy aquí. ¿Por qué hoy y no ayer ni mañana? Es una suerte que estemos conversando. Usted, en verdad, es un hombre afortunado. A mí me dieron esta licencia para visitarlo hoy, pero me explicaron que no abusara. Debo volver a las veinte en punto.
-Antes que nada, Borges, ¿me va a firmar un autógrafo?
-Sí, como no.
Le extendí un papel y Borges me firmó con paciencia infinita: “Para mi amigo Ezequiel, con afecto, Jorge Luis Borges”. De pronto, sonrió y me preguntó:
-¿Sabe que estoy escribiendo un cuento?
-No lo sabía… ¿De qué se trata?
-Es un cuento extraño, aún para mí. Trata sobre un escritor desconocido que me está esperando, yo llego a su casa en un auto gris a visitarlo, él me está aguardando impaciente, pero, como ocurre siempre, en lugar de preguntarme cosas importantes, sólo me pide un autógrafo y me echa un párrafo de trivialidades… Lo extraño de todo esto es que yo realizo esa visita mucho después de mi muerte. ¿Qué opina usted de esto?
-Siempre tuve una teoría sobre este asunto: existen huecos dimensionales, a veces alguien cae en algunos de esos huecos y llega la muerte. En otras ocasiones, algunos de los que habitan el “otro lado” pasan a éste y…
-Es una teoría interesante… Lo imposible es probar que es verdad… Esto es como la vida, uno se rompe los sesos pensando qué es y cuando logra obtener alguna respuesta se da cuenta que ya está muerto. Lo cual para nada significa que los muertos sepan qué es en realidad la muerte. Se dice que la muerte es un misterio aún más insondable que la vida. Se debe uno morir varias veces para comprenderlo.
-¿Y la fama qué es, Borges?
-La fama es como la primavera que cubre los árboles, las flores y los frutos. Las flores representan el entusiasmo, los frutos la paciencia…
-¿Y las hojas?
-Las hojas son la multitud que rodean al famoso, a veces, su frondosidad no deja ver muy bien como realmente se es… ¿Qué hora es?
-Las 20:00.
-Debo irme.
-No me va a negar que es extraño.
-¿Qué es lo que le resulta extraño, Ezequiel?
-Que usted respete tanto los horarios.
-Ocurre que antes estaba vivo, pero ahora estoy muerto. Es decir, para que usted se haga una idea, muerto, significa ocupar un lugar en un tiempo exacto, ni antes, ni después… Da lo mismo morir en cualquier parte… yo morí en Ginebra.
-Adiós, Ezequiel. Escriba y lea mucho.
Esas fueron las últimas palabras de Borges. Me estrechó la mano y salió hacia la tarde fría. Ascendió al auto y se perdió en la distancia. Me quedé más solo que antes, mirando hacia la calle Mitre. El viento aún agitaba los tallos desnudos.
Recogí el autógrafo de Borges que había quedado sobre la mesa y tomando un libro de él, me senté a leer aquello que continuó diciéndome a través de la palabra escrita…
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¿No tienes enemigos? ¿Es que jamás dijiste la verdad o jamás amaste la justicia?
Santiago Ramón y Cajal
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lunes, 5 de marzo de 2007
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Hermoso cuento, muy de una realidad fantástica que tanto le gustaba abordar al gran maestro.
ResponderEliminarGracias por tus apreciaciones, Daniel, gracias por tu lectura.
EliminarUn saludito cordial
Analía