Cuando los veo a los dos juntos
Julio es un flor de tipo.
Practica karate, tiene diecisiete años.
Va muy a menudo a casa.
No es muy buen mozo pero, al parecer, según dicen, tiene su pinta.
Tiene la nariz un poco halcónica y es algo rojo, pero a veces me gusta mirarlo.
Yo no soy invertido, al contrario, me gustaría ser Julio.
Es más chico que yo, pero más alto. Es más flaco, es muchas cosas más que yo.
Además, Julio se me vuelve Julio cuando los veo a los dos juntos.
Los dos están en el colegio. Él en quinto, ella en tercero.
Yo terminé hace mucho. Pero él me va a alcanzar. Me sigue con la velocidad de sus pasos. Yo estoy parado.
A veces cuando viene a casa, si está con ella, se sientan al lado sin mirarse. Ella es de él. Se nota. No sé porqué, pero se nota.
No tienen nada urgente, pero son inexorablemente “ellos”.
Ella le es.
Él hace muchas cosas por ella.
Me gustaría ser Julio.
Poder hacer con ella las cosas que yo no sé que hacen y que siempre me pregunto, entre súbdito y celoso.
Yo a ella la quiero. Tal vez por eso me gustaría ser Julio. Quizá lo envidie.
Aunque yo la veo más a menudo. Pero eso sí, de lejos.
Con frialdad, casi familiar.
Él tiene sus mejores cosas.
Yo otras, cotidianas algunas, y otras que son Julio mismo.
Siempre me habla de él.
Siempre me dice: “Aconsejame vos; después de todo, sos mi hermano, ¿no?”
Estoy escribiendo tu nombre
En esta noche aquí en esta ciudad
hoy, cualquier día un cualquier nunca
en esta ninguna parte rescatada
yo: este nadie de cosas y almanaques
de resecadas rosas y poemas volados
aquí en esta ciudad yo ahora
estoy escribiendo tu nombre
con dedos de niebla
roto contra el aire encallado
en la noche triste y sola de esta ciudad
donde hay tantos que tal vez recogen
su memoria, su alma, su tristeza
para llevársela luego a algún poema oscuro
en una ciudad cualquiera, solos.
Chiquita de Boca
Hoy es domingo 22 de octubre, y estaba recordando mis Domingos con mayúsculas, los de mi niñez, los anteriores a los siete años, los de mi casilla verde (bien pintadita) con lajas amarillas. Con un sol amarillo y un cielo azul, y los mismos colores en la vieja radio, que mi padre tenía sobre el dintel de la cocina, mientras se afeitaba, pausadamente, escuchando los goles de Boca en la radio; entonces, todo era triunfo, todo era amarillo y azul: Norma, Amalia, Herminia, Abel…
Caín no, Caín tenía el pelo negro y los ojos oscuros, como yo, y jugaba en el fondo del terreno con sus primas más grandes. Las ataba alrededor del tronco y ellas gritaban como si estuvieran prisioneras, sobre todo Sara que ya estaba por casarse y Ercilia que también tenía novio; yo dejaba mi juego de té de porcelana y mi muñeca articulada que me llamaba: “Ma-má, ma-má”, y me quedaba mirando bajo la sombra de la higuera sin entender. (¿Los grandes pueden entender? ¿Los grandes también juegan?)
Entonces aparecía Abel, tan alto, tan bueno, tan macho: nunca vi una cara de hombre tan linda. Yo lo adoraba, y él a mí también. Cuando me alzaba a upa, me parecía que estaba volando, volaba en realidad, estiraba mis piernas largas hacia atrás junto con la cabeza y quedaba como un arco, mi pecho sobre su pecho; entonces pasaba una brisa entre la higuera y mi pelo y yo le decía: “Abel, tenés el cielo en los ojos, y en el pelo el sol”, y en ese momento se sentían los mismos colores en la boca de mi padre.
Los textos pertenecen al libro Te acorralaré hasta matarte
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Hazlo. Trabaja duro en ello. Pero hazlo.
Tobías Wolff
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lunes, 5 de marzo de 2007
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