Tango
Valiente y hermoso
no pudo la muerte malgastarte.
Mis labios
te hacen inmortal:
te he amado mucho.
Sin falta recuerdo
el fulgor de tus ojos
la magnolia de tu piel
tu sonrisa de malevo
tu rítmico andar
y esa manera de engañar
que sólo en ti perdono.
No volverás,
ya lo sé.
Tampoco soy el mismo
que amaste.
El daño y las penas
han hecho de mí un despojo
y de mi alma
una errante sustancia.
Y entonces
de repente
en un café
de Alvear con Uriburu
apareces.
Te veo llegar,
me buscas
y como si nunca hubieses partido
me saludas
y sonríes desde esa eternidad
donde te amo.
Vana es la muerte
para quien sobrevive
y sigue amando.
Vana también la vida.
Llama
Con las viejas canciones
volvía a la muchacha
de la una de la tarde.
La incansable pianola
repetía un perfume de talco barato,
blusa de colegial y miradas furtivas.
Fueron tiempos donde el insaciable
no hartaba la sed del corazón.
Veinte años después, una mañana,
ese olvidado placer volvió a visitarlo.
Ahora ella tenía veinticuatro años,
hablaba una lengua que ignoraba el bolero;
era color de nieve y una inmensa espiga
coronaba su cabeza.
No se repite la historia, repitió.
Supo, no obstante, que la vida
está hecha de gestos.
Esa mañana, un aire, que venía del tiempo,
había mecido aquella cabellera
deteniéndolo todo.
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Y llegó el día en que el riesgo que representaba permanecer encerrada en el capullo era más doloroso que el riesgo de florecer.
Anaïs Nin
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lunes, 5 de marzo de 2007
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