Esperanzas de antes, después y siempre
Estaba
corriendo por el callejón, sintió frío como nunca. La policía lo perseguía
mientras él intentaba dilucidar motivos.
Una
fuerza imperiosa lo obligó a subir por una escalera de incendios.
A su
fin, trepó como fiera irritada, sujetándose de la pared.
Las
patrullas, abajo. Y una voz de ¡alto!! que no quería escuchar.
Sonaron
varios disparos. Su entrampado cuerpo se arqueó, deteniendo la ascensión
enloquecida. Soltó los barrotes, flexionó las rodillas, y saltando hacia atrás
como de un trampolín mortal, embistió el abismo.
Al
inicio le pareció suspenderse como una pluma. Momentos después, su cuerpo, por
gravedad, aceleró.
En la
caída perdió la conciencia y poco después se vio parado entre los coches
policiales.
Recordó…
Buscándose a sí mismo, encontró su cuerpo inanimado.
Buscándose a sí mismo, encontró su cuerpo inanimado.
No
tenía certeza que lo fuera, cuando unas voces de chicos, llamaron:
-
Juan… Juan…
Giró
su cabeza. Pedro y Martín no pasaban de doce años.
¿Por
qué chiquillos y con esas ropas?
-
Juan, ¡vamos!... ¡vamos!...
Él
sintió el impulso para acompañarlos.
Cinco
metros adelante sus rodillas estaban álgidas, curioseó su indumentaria:
llevaba pantalones cortos, y aquellas zapatillas de tenis gastadas, con que
tanto jugaba donde con lapicera había escrito nombres de amor: “Juan ama a Dorita”.
Advirtió
que lo llamaban de nuevo.
Levantó
la vista y sintiéndose tan joven como sus amigos, encabezó una corrida hacia el
río.
Frenó
bruscamente al tropezar con su caña de pescar, que al primer pisotón dio unas
vueltas en el piso.
Cuando
llegaron a la vera del riacho, saltaban, reían, se tiraban del árbol, se
zambullían…
En el
frescor de la mañana y el frío de la noche, esparcían sus alegrías, simulando
que nada ocurría o advendría.
Fue
así que tras dos o tres peces se quedó dormido. Sus compañeros se recreaban
alrededor.
La
escena paulatinamente se desfiguraba en su mente.
Despertó
joven, sí.
Un
hombre de edad, a sus pies, angustiado le preguntó:
-
¿Qué hacés aquí, Carlos?
- Eh…
creo que me quedé dormido.
- Sí,
pero mamá está preocupada. Deberíamos ir a casa, nos has dado un buen susto.
Admiró
el paisaje, observó el extraño río, y sin embargo instantes antes lo había
conocido desde una pequeña existencia albergando aquella materia.
Ahora,
sus ropas se distinguían de las anteriores. Estas eran más cuidadas, nuevas…
Por otra parte, ese hombre que lo contemplaba vino a llamarlo, no a
reprenderlo. ¿Sería su padre?
-
¿Cuánto tiempo estuve aquí? - atinó a preguntar.
- No
sé. Hace más de ocho horas saliste de casa. Como no sabíamos dónde estabas, los
vecinos y la familia entera te buscó, pues tu madre, sabes cómo es, telefoneó
y… vinieron a ayudarnos. Nos llamó la atención tu comportamiento, pues no acostumbras
a tomar este tipo de actitudes.
- Es
verdad. ¿Vamos?
-
Vamos.
Se
incorporó ágilmente, percatándose que nada de su pasado lo marcaba.
En
tránsito por el parque, el árbol que había cobijado su sueño, agraciaba cuatro
piernitas de niño que se balanceaban sobre una de las ramas.
No
pudo ver rostros ni el resto de sus cuerpos, mas una y otra vez las piernas
reaparecían por entre las hojas, meciéndose.
Quiso
volver, y el padre dijo:
-
Carlos, ¿qué haces? ¡Vamos!
- Sí…
sí, papá.
Él lo
miró, sonriente.
- Sí,
vamos hijo.
-
Está bien, papá.
De
esa manera ingresaba en una nueva vida.
La
materia de Carlos yacía abandonada. Lo habían guiado para ocuparla y poder
continuar su existencia, porque el final preconcebido no correspondía a su
destino. Él no merecía terminar de aquella forma, era una equivocación, un
error que debía ser enmendado.
La
oportunidad de existir y de sentir felicidad era nuevamente otorgada.
Su
vida se reiniciaría más joven y parecía ser con muchas promesas.
De la Colección
¿En qué tiempo situarme?
Texto tomado
del sitio web del autor:
Oliver Robertt. La Plata, Buenos Aires,
Argentina
--
No hagas de tu cuerpo la tumba de
tu alma.
Pitágoras de Samos
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