Anónimos paliativos
Un rectángulo de luz cenicienta entra
en la habitación a través de la ventana. La tarde se despereza y la luna
ansiosa aguarda a que el sol se esconda.
La mujer que está sentada en una silla
es joven. Las manos le tiemblan mientras abre el sobre y una vaga mueca de
alegría esbozan sus labios. Aunque la caligrafía sea la misma y le siga
hablando de amor, aún no sabe de quién se trata, pero las dos iniciales con que
el autor ha firmado dan por sentado que esta vez no es otro anónimo.
Ahora vuelve a leer respetando puntos y
comas, cuando termina, besa la página y su boca pronuncia esas dos letras como
buscando en la maraña de su memoria al dueño de esas iniciales.
En el ambiente penetran el aroma de la
glicina y la opacidad del anochecer. Verónica estira un brazo y enciende un
velador. Huele la carta sin remitente ni estampillado. Mira folio y sobre a
contraluz y deposita sobre la mesa la misiva que, hace sólo un rato, la madre
descubrió en el buzón.
La joven aún no cuenta con treinta años
pero aparenta varios más. La luz que tenían sus ojos se fue apagando, algo
interior la obliga a llevarse la mano al pecho y mientras deja caer la cabeza
hacia atrás suspira buscando alivio.
-Mamá -llama, y al instante se presenta
la madre. -Dame la medicación.
-Después de cenar dijo el doctor
-responde ésta en tanto la acaricia.
-No, no quiero cenar, traémela ya y
luego ayudame a ir al baño y acostarme.
Al rato, Verónica recibe el beso de
todas las noches y las manos que entrecerraron la ventana, ahora hacen lo mismo
con la puerta.
La muchacha intenta buscar en el sueño
que se avecina el nombre de su enamorado. Una mano magra cae a la orilla de la
cama y su calvicie sucumbe sobre la almohada. Por el llano de la puerta los
ojos maternales se cercioran que la hija descansa y, despaciosamente, aparta
hacia un rincón la silla de ruedas.
En el comedor, dos viejos cenan. La
monotonía del televisor tiene el sonido muy bajo y muestra imágenes sin
sentido.
-¿Hoy tampoco quiso cenar? -pregunta el
hombre.
-No. Hoy estuvo fatal. Lo único que
últimamente la alegra un poco son las cartas. Tuviste buena idea -dice la mujer
mientras se lleva la servilleta a la boca.
-Sí, Javier ya me dio tres más, pero
dice que ya no sabe qué escribirle.
-Que siga, que siga. Me temo que no van
a ser muchas más -y con la misma servilleta se seca el rostro.
Emilio Núñez Ferreiro.
Escritor
de Barcelona, España. Reside en San Antonio de Padua, Buenos Aires, Argentina
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