Hadas
Miró a los niños dormidos y cerró el
libro de cuentos. Salió sin hacer ruido, dirigiéndose cansadamente al
dormitorio. Allí se tiró sobre la cama y se fue encogiendo, acurrucándose,
mientras se abrazaba el vientre flojo y estriado, donde se dibujaban unos
canales que se podían palpar a través del batón.
Ese maldito cuento.
Todas las noches cumplía con el rito de
leer a sus hijos un cuento a la hora de acostarse, para poder disculparse a sí
misma por la permanente ausencia a que la obligaba el trabajo. Leía el cuento,
tratando que las palabras fueran hacia los pequeños acostados y no rebotaran en
ella, pero era inútil. Todas las noches terminaba igual.
- Nunca jamás - repicaba la frase en
sus oídos. Y el dolor y el odio se le enroscaban, subiendo desde el vientre a
la garganta. Era un grito sordo que no podía gritar, un nudo que ni siquiera
alcanzaba romperse en agua de lágrimas.
La cama sabía de esa tortura nocturna,
albergaba ese revoltijo humano que se apretaba y gemía en susurros. Nadie más.
No había nadie más que pudiera saberlo, a quien pudiera interesarle.
Todo ese maldito mundo de milagros y de
hadas que la llevaran, cuando niña, a esconderse a la siesta bajo los árboles
del patio para poder soñar historias, bajo la mirada complaciente de su abuela,
inconmensurablemente bondadosa, sabedora de todas las historias. Un mundo
especial donde estaba rodeada de seres y cosas maravillosas, planeando una vida
especial y única.
A ese mundo que la envolvía en luz dorada, se lo habían
hecho migajas los días vividos. Fragmento a fragmento. Lo fue enterrando en las
noches, cuando el recuento diario de las ilusiones violadas y los golpes
sufridos, no dejaban lugar a finales de príncipes azules.
Ahora, miraba a sus hijos y pensaba si no era posible que
algo los transformara en pájaros o nubes, para que el viento los llevara hacia
el horizonte, más lejos de la realidad, más lejos del mundo conocido; allá, en
el misterioso lugar donde viven los sueños de los hombres que creyeron en la
belleza y la magia.
Pero
no, ellos se criaban como los vecinos, los compañeros de escuela, como todos…
con las manos sucias, los pies descalzos, la piel resquebrajada de tanto frío y
calor sin defensa, el vientre hinchado por los parásitos, la boca infecta y
desdentada… el futuro tan pequeñito como sus ojos lagañosos, tan peligroso como
las patotas que patrullaban la villa, con chicos apenas mayores que los suyos,
que los llevarían con ellos tarde o temprano, para que alguna tarde se los
trajera la policía, tajeados o atravesados por las balas.
Eso era su viboreo en la cama. Y el sentir en el fondo de
la garganta una espuma hirviente de dolor y rabia. Porque no había tierra donde
los frutos nacieran al paso del hambriento ni cobijo tibio para los perdidos
errantes de la vida, ni castigos fulgurantes para los malditos que dañaban a la
buena gente. Todo eso era cuento… cuento de hadas.
La verdad eran sus piernas llenas de várices de tanto
estar en pie desde el amanecer, sirviendo y trabajando por un poco de comida y
un minúsculo salario.
Verdad eran las cicatrices que la marcaban toda, por
dentro y por fuera. Cicatrices que le dejaran sus padres, sus hombres, la
gente.
Su cuota de realidad se le enfrentaba con su rostro
envejecido ante el espejo y se actualizaba con las palizas de su hombre cada
vez que se emborrachaba.
Verdad eran esas dos tumbas que guardaban los dos hijos
pequeños que se le murieron por no tener como evitarlo… en ese momento no
aparecieron entre humos de colores, los brujos que portaban filtros mágicos, ni
los duendes, ni las hadas… ni siquiera los médicos del hospital que dijeron que
estaba descompuesta la ambulancia, aunque lo cierto era que estaban de huelga y
no les gustaba meterse en la villa de noche.
Esa era la verdad.
Y la consciencia de esa diferencia, era lo que la
atornillaba a la cama después de la hora de los cuentos, mientras los niños
dormían apaciblemente amontonados en una sola cama, todavía soñando, aún
inocentes de ese negro horizonte que se aprestaba a tragarlos un paso más allá
del día siguiente.
No obstante, todas las noches, en un rito casi siniestro,
leía a sus hijos un cuento mágico… Porque el alma cree en la magia y, esa
semilla que le clavaran en la infancia, no podía ser derrotada con facilidad.
Y, a pesar de todo, veces soñaba. Tenía
sueños alados. Volaba por cielos azules y transparentes, sobre bosques verdes y
dorados. Eran sueños felices. Hasta que el vuelo se transformaba en una caída
espeluznante hacia un pozo de agua turbia. Eran sueños que concluían siempre
con un despertar de pecho oprimido y falta de aire. Sueños felices con
despertares de rabia.
Ese fue su sueño torturado hasta el día en que,
acompañada de todos los duendes, los magos y las hadas en deshilachado cortejo,
se dirigió al puente principal de la ciudad… para el último vuelo…
Junto a ellos, apretando cuidadosamente en la mano el
ajado libro de cuentos y poniendo frente a sus ojos la imagen de aquella vieja
buena que le llenara la infancia, fue a vivir a su propio Nunca Jamás.
Blanca Salcedo. Formosa, Argentina
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