La cacerola
-Nadie se acuerda de ti.
La niña tenía unos doce años, pero aparentaba unos dieciséis. El
color de sus ojos era idéntico al de su pelo: los mismos reflejos caoba, los
mismos cobrizos brillantes. Su piel, obscuramente cetrina, adquiría los dorados
de su vello a la fuerte luz del sol. Era algo raro verla, tan adultamente serena,
tan inocentemente abstraída. Cualquier detalle del paisaje había merecido la
infinidad de su atención: un árbol, una roca, un pájaro o la inmensidad del
amanecer. Toda la mañana, en retroactivo, se mantenía viva en su imaginación.
Sin embargo había algo en ese objeto que tenía ese no sé qué de las cosas
prohibidas, de la magia del casi olvido, de las costumbres arcaicas.
-Ya estoy aquí, por fin he llegado hasta ti. Te miro y recuerdo
las cosas que me han contado de este lugar. Recuerdo que es la sequía de tanto
tiempo la que me ha permitido redescubrirte después de casi un siglo. ¡Un
siglo! Un siglo esperando las manos, un siglo el que me ha estado llamando,
solemnemente, sin pausa, desde que llegué aquí. O así lo quiero imaginar. Desde
la tienda de campaña podía ya presentirte; quizás algunos digan que son mis
deseos los que me hacen darte esta dimensión, pero lo cierto es que esta
dimensión existe; aunque sólo sea en mi cabeza. Quedas en el límite que ha sido
impuesto a mis excursiones, estás al borde del abismo de lo inescrutable; tu
ser ha sido conformado en mi imaginación antes de verte, en esas ruinas, las
ruinas de esta ¿casa?, casa de insectos, casa de zarzamoras, casa de las
botellas de plástico vacías, casa de hadas, casa de duendes, casa de ruinas de
piedras caídas. ¿Y yo? ¿Que hago aquí? Me pregunto cuál puede ser nuestro
destino, una vez nos hemos descubierto.
-No ha sido fácil deshacerme de las miradas de mi madre, no ha
sido fácil meterme hasta la cocina de esta tu casa. Y la rueda del destino
quiso que te viera, que me preguntase por tu vida, hace tanto tiempo reposada.
Si tuvieses vida ¿qué podrías contarme? Las marcas de los pensamientos de tu
dueña grabados a fuerza de arañazos en la superficie de tus cocinas. La
complicidad de sus pensamientos, sólo para ti; de tantas horas de trabajo para
el hombre, los hombres; ganaderos, por las murallitas de piedras que ahora
sobresalen del agua del pantano.
-Hace un siglo: Un poco de pimienta, buena para… Que no falte el
romero, el tomillo, la sal y el ajo, quizás la cebolla. Y para los niños los
purés, las sopas. Toda una vida de trabajo, de la que te muestras
orgullosamente cómplice a pesar de tanto tiempo. Siento que me has llamado,
pero…¿Acaso no sabes que la vida ha cambiado?
-Yo sólo puedo darte la magia de mis sueños. Sólo puedo usarte
para mezclar mi arcilla y los huesos del pollo; o puedo dejarte aquí, más
tapada aún, para que te coja alguien mejor que yo, dentro de otro siglo quizás.
Lo más probable es que el año que viene vuelvas a sumergirte en ese olvido,
dentro de las aguas del misterio.
-¿Qué haces Luisa?
-Nada mamá, sólo encontré una cacerola.
-Tienes que hacer los deberes.
La niña adolescente corre hacia la fría llamada de su madre,
hacia el deber, hacia el trabajo; pero, un instante más, se da la vuelta,
observa la casa encantada, y un guiño, con aquella mujer tan poco ilustrada, la
hace correr, ahora con ganas. Está creciendo.
Texto
extraído de Relatos de la cacerola, un libro de relatos
intensos donde el lector se enfrenta a una realidad dura, a través de diez
historias rebeldes, que la agitan y perturban, incrustándose en su fantasía.
Relatos de la cacerola. Editorial Literanda, 2012. Colección Literanda Narrativa
Yolanda García Pérez. Reside en Madrid,
España
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Puedes decir que soy un soñador,
pero no soy el único. Espero que algún día te unas a nosotros y el mundo vivirá
como uno solo.
John Lennon
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