Groupie azul
Me siento
pequeña bajo estas dos torres, en el centro de la ciudad. Las personas desde la
plaza miran los círculos bajo los campanarios para saber la hora. Aquí viene la
gente a perdonar a Dios. No sé si
creo en Él, pero la última vez que confesé y comulgué fue… ¿cuándo? ¿Siete años
ya? Cuando cumplí los quince. Desde entonces sólo voy a misa alguna que otra
vez, más por compromiso que por devoción. Pero aquí estoy, metida en esta “ropa
prestada”, la mano sobre la pistolera y los ojos alertas, mirando a los
peregrinos que suben los peldaños de la Catedral para saludar a la Virgen Morena.
Ya son las
doce y el calor es inaguantable hasta en la sombra. Mis pobres pies no ven las
horas de llegar a casita para salir de estas botas. Por lo menos me hacen más
alta, a mí que apenas paso del metro sesenta. Cuando era chica caminaba
descalza por las calles del barrio, donde rara vez pasaba un auto. Todavía me
gusta andar descalza cuando estoy sola en el departamento: esa costumbre es ley
durante el verano, más caliente aquí que en mi pago. No extraño mi pueblo, pero
tampoco me encanta la ciudad. ¿Será que sólo me siento feliz en los Festi-Rock,
cuando la música me hace erizar la piel?
Aquella
mendiga del otro lado de la puerta tiene una teta al aire. ¿No se da cuenta que
el bebé se le durmió hace rato? Le cuelga blanda, qué asco. Ahí está desde
antes que yo viniera a relevar al oficial. ¿Cuándo pensarán hacerme el relevo a
mí? No veo las horas de prender el celular. Entré a las 06:00’ y también voy a
tener que trabajar a la noche, pero ni pienso descansar las horas de franco que
me tocan a la tarde. Sé que ya nunca voy a ser una estrella de Rock, pero César
quedó en mandarme mensaje. Pasar la tarde con el guitarrista de una banda es
más o menos un sueño pendiente. Ese gordito en ojotas de caucho es el primero
que deja un billete en media hora, la pobre mujer parece dispuesta a
besárselas. ¡Ya era hora de que volviera, ofi! Total que a ningún peregrino le
interesa la diferencia de jerarquía entre nosotros.
-Todo
tranquilo -le digo.
-¿Viene a la
fiesta de la Virgen? -me pregunta el oficial.
Muchos van a
estar recargados esta tarde, pero no nosotros. Nos salvamos del recargo por
estar de guardia ahora y tener que volver a la noche. Lo mismo algunos están
dispuestos a sacrificar las horas de la tarde para participar de la procesión.
-No -contesto-.
Quiero venir descansada al nocturno.
El ofi
sonríe. ¿Tan difícil es creer que pienso dormir toda la tarde? Como sea, vuelvo
a la comisaría de la esquina. El sargento me señala el libro de guardia. Hay
una nota con cuatro hojas abrochadas.
-El comisario
te dejó un regalito -dice.
¡Uy no! ¿Una
sanción? ¿Qué hice ahora? Ah… ¡Buenísimo…! “Informo a Usted que se le otorgan
veinte (20) días de licencia anual, correspondientes al período… por lo tanto
deberá reintegrarse al servicio el día… Notifíquese al pie bajo constancia de
firma”.
-Ya pasó un
año desde que entré a la Poli ,
¡qué bárbaro! -digo mientras firmo el Memorándum por cuadriplicado.
-¿Vas a
viajar a algún lado? –me pregunta el sargento.
-A mi pago, a
ver a mis viejos.
Tras una
puerta a mi espalda se escucha el equipo base: los radio operadores están a
full. El sargento se levanta a modular y me deja sola en la mesa de entrada. Ya
me saqué la gorra pero es lo mismo, todo el pelo apretado dentro del rodete en
la nuca. Pensar que algunas en Jefatura trabajan con el pelo suelto, ¿por qué
no será ley pareja para todas? Por fin puedo prender el celular: ¡un mensaje
recibido! Le contesto a César que me pase a buscar a las 16:00’. Me va a
contestar… más vale. Mejor lo pongo en silencio.
Suena el
teléfono sobre el mostrador. Llaman desde Monitoreo: por las cámaras que
apuntan a la plaza vieron a dos masculinos intoxicándose. Le aviso al sargento,
¿tanto lío por unos cigarrillos porque parecen ser de marihuana? Así que me
pongo de nuevo la gorra; un agente más antiguo que yo me acompaña a la plaza.
Cruzamos la
calle. Los peregrinos están en todas partes, comiendo o durmiendo sobre el
césped. Los dos chicos están sentados en una fuente bajo los árboles, justo
frente al Teatro. Tal como los describió el personal de Monitoreo: pelo largo,
vaqueros cortos, brazos tatuados y piercings en orejas y cejas. No son los
rejilleros que siempre cuidan o lavan los autos. El agente los interroga, pero
más me miran a mí. ¿Será que me conocen? Capaz me vieron descontrolarme en
algún Festi-Rock, con el pelo libre y la ropa apretada. ¿Y esa mirada tan
sobradora? Ni que yo le hubiera vendido el alma al diablo. Le muestran al
agente que sólo tienen tabaco y papel para armar cigarrillos. Están de suerte,
los dejamos en paz. Mientras nos vamos se ponen a cantar una cumbia villera.
Nos están provocando, aunque no pronuncian los insultos a la policía.
-Volvamos a
la comisaría -me dice el agente.
No vivo muy lejos: sólo a
media cuadra de una de las cuatro avenidas que
delimitan el centro. Como
siempre, dejo la motito roja en el estacionamiento del edificio. No son
demasiados escalones: por suerte vivo en el primer piso. Entro al departamento,
por fin puedo sacarme las botas y guardar la 9 mm en el ropero del
dormitorio. Me desabrocho el cinturón para sacarme la camisa y la remera azul
de abajo, ahora el pantalón. Ya que estamos acomodo -es un decir- todo en el
ropero, y me voy a bañar.
Me acostumbré a comer sola, ya no me parece triste. Después de
almorzar me acuesto en el dormitorio oscuro, sólo entra un poquito de luz por
las rendijas de las persianas. César me va a avisar apenas llegue: tengo que
mantener el celular en la mano para sentirlo vibrar, mirarlo de cuando en
cuando. Aunque de los auriculares estoy escuchando rock nacional, en la pared
sólo hay pósters de Megadeth, Los Ramones y Rammstein. No conseguí ningún
póster de la banda de César. ¿Y si hubiera puesto en un cuadro la remera con su
logo, se hubiera asustado con tanto fanatismo? ¿Qué era lo que pensaba al
mediodía? “Pasar la tarde con el guitarrista de una banda es un sueño
cumplido”. ¿Pensará que soy una groupie? Después de todo César es un ave de paso por la ciudad: viene un par
de veces al año, toca sus canciones y se va.
Cuando me vio por primera vez, él tenía una toalla sobre la cabeza. Ya habían
tocado todo el repertorio previsto, diez canciones en total, amagando un saludo
al final de las últimas tres. Nosotros les pedíamos que no se fueran, aunque
suponíamos que ya no los veríamos volver (la verdad, la mayoría del público
esperaba con impaciencia a la otra banda, más famosa, que tenía que tocar
después). Pero nosotros, los veinte o treinta fans en el campo delante del
escenario, los seguimos llamando después de terminar el último pogo. César y
sus compañeros ya habían dejado a un costado los instrumentos: se estaban
secando la transpiración cuando notaron que el coro deliraba. Y supieron que
nos debían por lo menos dos canciones más.
De nuevo César se colgó la guitarra al hombro.
Volvió al escenario con la toalla sobre la cabeza -y la banda lo imitó- para
que nosotros supiéramos que la decisión de volver la habían tomado contra todo
plan previsto. Mientras las luces aumentaban, me vio: mi pelo revuelto, mi cara
toda sudada, mi alegría. Después le pasó la toalla al plomo que se apuraba en
salir del escenario. Tocó los primeros acordes de “Pentágono Invertido” y
acercó la boca al micrófono.
-¿Nos extrañaron? –preguntó, y ahí se desató la
locura.
Despierto y miro ansiosa el celular. Pasan diez minutos de las cuatro,
recién llega el mensaje de César avisándome que ya estacionó frente al
edificio. Escucho la suela de sus zapatillas subiendo las escaleras; le abro la
puerta a esos ojos de un azul furioso. Sus besos me derriten: en esos labios gruesos saboreo lo
que se viene. Apenas nos paramos en la cocina-comedor el tiempo que yo demoro
en cerrar la puerta. Pronto lo llevo al dormitorio y lo dejo escudriñar mi
intimidad, sacar conclusiones sobre las dos ranas de peluche en la cómoda y la
otra junto al velador de la mesa de luz. Curiosea en la repisa los libros
viejos, tantas veces releídos, y los CD’s en su mayoría rayados (el equipo de
audio está en la cocina-comedor, pero yo sólo lo uso para escuchar radio, ya
que a los vecinos no les gusta que ponga la música fuerte). César comenta algo
sobre el atrapa-sueños que cuelga sobre la cama: trata de mentirme que le gusta
leer a Stephen King, pero seguro sólo vio películas basadas en esos libros. Yo
aprovecho para mirarle el vaquero: le queda todo apretado porque es fornido.
Sólo un poco más alto que yo, es blanco y de pelo negro, con rulos encrespados.
Me recuerda a la rudeza de un dogo argentino, pero César no es nada torpe. Me
toca tan bien como si fuera su guitarra eléctrica, haciéndome emitir gemidos
musicales que transmiten el placer que nace en mi centro y se dirige, en lentas
oleadas, hacia mi cuero cabelludo y los dedos de mis pies.
Rodrigo Morales. Catamarca, Argentina
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Mil rutas se apartan del fin
elegido, pero hay una que llega a él.
Michel de Montaigne
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