Cordial despedida
La mañana jugueteaba con el sol, conformando el arco
donde todo lo demás es posible cuando la calidez del día invita. Un largo
trajín nos aguardaba: Recorrer el escabroso camino que espera desde hace años
la construcción de una ruta: larga deuda provincial. El plan era adentrarnos en
el campo de mi abuelo, en Gobernador Martínez, para contar las reses y las
ovejas después de un temporal que había azotado la región, y que
-sospechábamos- pudo ser una clara invitación a la delincuencia. ¡Gobernador
Martínez! Pueblo de la
Provincia de Corrientes con memoria política, que evoca un
tiempo de rencillas famosas en la zona; segunda parada de un ferrocarril
arrancado a los pobladores, que quitó su folklore, prometiendo un progreso que
jamás llegó. Destino de interior de interiores… Santa Lucía, Villa Córdoba y
por fin el pueblo, que se vislumbraba al final de la travesía para todo el que
consiguiera sortear la accidentada ruta de tierra después de los temporales,
sacudida por camiones de gran porte -los buscadores de ganado- y camionetas de
propietarios hacendados. ¡Cuántas historias dormidas en sus vías ahora
incompletas, rieles que habían sido fruto preciado para los amparados del poder
del turno…! ¡Cuántos amores logrados en aquellos vagones, en esos viajes lentos
y cómplices al interior de Corrientes! Las historias de soldados contando sus
experiencias de “colimba” pueblan esta tierra abandonada por el gobierno. Laten
aún en la memoria, sin embargo, amparadas por Santa Rosa de Lima, patrona de
los habitantes del pueblo, como si ella quisiera protegerlas.
No teníamos certeza de poder llegar, pero emprendimos la
marcha. Conformábamos un grupo aguerrido; en la cabina delantera de la 4 x 4
viajábamos: Andrés, el mayor de mis hermanos y yo; atrás iban el capataz de la
estancia que había venido a Goya a comprar vacunas, y su ayudante -mi mujer-
con calidad de cebadora de mate y asesora de caminos -desde pequeña pudo
conocer cada tramo de esa ruta y corretear por las cercanías de la casa, o
galopar en su tordillo alazán recorriéndola. Era vecina de nuestro campo. Allí
la conocí. Entre mate y mate el tiempo iba corriendo, y nosotros sorteando el
dificultoso camino. Cuando llegamos a la penúltima curva, un grupo de tres
muchachones que venía “de a pie” nos hizo señas. Desconfiamos -acostumbrados
como estábamos a los saqueos repentinos, ejemplo de una televisión marcada por
mensajes inducidos, y Andrés bajó apenas el vidrio de la ventanilla izquierda
para escucharlos. Uno de ellos mostraba un aspecto saludable, pero de sus
primeras palabras se desprendió el hálito de su reciente actividad: Un largo
trago de ginebra apurado en ayunas, que provocó la mueca sugerente de mi
compañero de cabina. Apenas pudo explicar lo que quería: Que lo llevásemos
hasta el puente, sin reparar en que justamente íbamos en sentido contrario. El
segundo muchacho -de muy mal aspecto- pretendió aclarar lo que su amigo pedía,
pero cuando quiso aproximarse al vehículo, fue víctima de un fuerte ventarrón
que colaboró con su precaria fortaleza, el suelo pedregoso y su lamentable
estado hicieron lo demás: Fue a parar a tierra estrepitosa y graciosamente. Por
fin, el tercero, acercándose nos dijo (podría decirse que atentamente y dándose
cuenta del rumbo que llevaban) cambiando de mano la bolsa de arpillera que
cargaba: “Muchachos, sigan nomás su camino. Nosotros esperaremos otra proporción”.
¿Los puedo saludar? -preguntó seguidamente- Andrés entonces bajó la ventanilla
y le dio la mano, que el caminante apretó con repetidas sacudidas y diciendo
muy efusivo “chau chamigo” -varias veces-. Después partimos, comentando lo
sucedido. Llegamos al campo al promediar la mañana. Nos estaban esperando, por
lo que inmediatamente la camioneta pasó a ser “tratada” con el gran chorro de
la manguera regadora del lugar: Una capacidad de 12.000 litros horas
que arremetió contra el barro pegoteado en los engranajes y chasis de la 4 x 4,
venciéndolo. El deleite de unas ricas naranjas abonadas por las recientes
heladas completó la travesía en su primera etapa: No hay placer mayor que
sentir en su jugo el sabor de la tierra correntina. Son frutas que se arrancan
al madurar y premian con la generosidad de su pulpa. Característica que siempre
protegió nuestra salud: El respeto por el ciclo de maduración. Andrés no quiso
tomarlas todavía, serían su postre -dijo- después de un rico asado. Pasamos
después al conteo, con la práctica que el capataz había desarrollado: Una
mezcla de instinto y experiencia. Las reses estaban completas, pero las ovejas…
¡Siempre faltaba alguna! Y esta vez eran tres las ausentes. No nos habíamos
equivocado: El temporal fue inspirador. Se colocaron las vacunas y decidimos
partir, pero debíamos dejar asentado el operativo: Andrés era quien tenía mejor
letra y le pasamos las planillas para que las llene; además no iba a tener
“olor a naranjas” ya que no las había tomado todavía. Diligente, arrastró una
silla y a la vista del mejor asado que iba tomando color en la parrilla, se
dispuso a escribir. Sólo que no pudo hacerlo… Ni bien apoyó su mano derecha, una mancha roja quedó plasmada en la primera
hoja y lo hizo respingar asombrado, mirándonos: ¡Era sangre! ¿De dónde la
habría sacado? Miró sus dos manos, pero ninguna herida había sido el motivo, y
en ese análisis estaba cuando comprendió: ¡Sus tres ovejas!
“Las ausentes” en el conteo, iban en aquella bolsa de
arpillera que al cambiar de mano en el paisano del camino dejó un claro
mensaje. Al menos -dijo Andrés- esta vez las ovejas se despidieron
cordialmente.
María Alicia del Rosario Gómez de Balbuena.
Goya, Corrientes, Argentina
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La ocasión hay que crearla, no
esperar que llegue.
Francis Bacon
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