Epifanía
Es
una fracción de tiempo. Segundos, tal vez. ¿O serán horas? Floto livianamente
sobre relieves confusos. Los entreveo a través de una telaraña. Están debajo de
mi cuerpo, extendido en mi metro setenta. Mis brazos abiertos dentro de las
mangas infladas de mi camperón de nylon. Tengo una certeza: voy a alguna parte.
Ignoro adónde ni porqué.
La
ingravidez viene acompañada de un infinito sosiego, en ese balanceo de pájaros,
escasa la conciencia.
Sin
embargo algo me sostiene al piso.
Estoy
boca abajo. Percibo el lento despertar de mis sentidos. No los conocidos
sentidos de siempre. Otros. Más definidos, más intuitivos, más brillantes. Con
la maravillosa luz que busqué y rebusqué para mis pinturas, sin lograrla.
El
piso próximo es de un grisáceo sucio, desparejo y hostil. Los manchones de
sangre empiezan a cubrirse de una fina telita contenedora, por obra y gracia
del viento y del sol. Mi olfato rechaza un fuerte hedor a heces humanas. En los
rincones, asustados, se refugian los gritos de auxilio. La pisada de los que
huyeron. Los insultos soeces. También el eco del retumbar de las armas de fuego
bajo el zinc del techo.
Huérfanos,
los casquillos se mezclan con puchos, papeles y escupitajos verdes. Las
pancartas laboriosas, pidiendo trabajo y pan, arrugadas y sin oficio son
pateadas por los uniformados que representan la ley.
¡Qué
ironía! En la inocencia del papel, nosotros clamábamos por la ley. Nos atacó
esta otra, agazapada en guerreras de botones dorados.
Como
un clarividente con conciencia ampliada, de pronto los veo y puedo verme.
Somos
tres. Despatarrada, como una muñeca vieja, los sesos de Mabel se escurren desde
el matorral de pelos enrulados- en hilitos oscuros, obstinados hacia el nivel
más bajo. Estalagmitas del horror.
Mi
visión panorámica descubre a José. Acurrucado como un feto. Un nonato expulsado
del vientre, desamparado para la saña ciega.
-
Vayan ustedes- decía mezclando harina y agua. Yo los espero con el pan
calentito.
Lo
convencimos. Estuvo paso a paso al lado mío.
José.
El que rechazaba el plato de la olla popular cuando a último momento se
presentaba alguien más hambriento. José, el artesano de los hornos de barro
para cocinar el pan del pobrerío.
José, el filósofo paciente. El que
confiaba en el renombrado Comisionado. Aparecería con maestros. Aprenderíamos a
armar cooperativitas barriales de ocho o diez manzanas. Nos traerían semillas y
herramientas. Llegaría después un camión con una vaca, dos cerdos y gallinas,
para unir a hombres, mujeres y niños en una siembra de hileras parejitas. Los
corrales tendrían alambrados. Agua corriente y postes para luz. La
responsabilidad conjunta nos devolvería la dignidad perdida.
Su
visión se agigantaba. Fábricas abiertas, escuelas remozadas y hospitales
humanizados. Si alguien se burlaba - no pocos -, él insistía:
-Un
hombre sin sueños no merece vivir. - Afirmación que repetía una y otra vez.
Me
detengo en mi propio cuerpo. Una bala me quebró la espalda. Doblado fui cayendo
hacia el suelo. Al milico que me reventó las manos con la bota, le caía una
baba espesa de odio. Resentimiento de pobre contra pobre. Inexcusable pero
posible cuando el uniformado se siente más rudo arengado por sus amigos,
pertrechado en el arma y la placa.
-
Negro de mierda - Andá a pintar el culo de tu madre.
Ahora
veo mi mano. Mi mano que ambicionaba pintar. Pintar de veras como Picasso. Una
bolsa sangrienta llena de huesos rotos. La observo como si no fuera mi mano ni
el cuerpo fuera el mío. Flotando, mi columna está sana y mi mano entera. Sin
dolor alguno. Sin pesares. Y sin odio.
Una
claridad inmensa como un mar me envuelve. Entiendo que José no está solo. Lo
rodean sus proyecciones humanitarias en una red cálida de puro amor. Mabel
sonríe desde sus dientes de grano de maíz. No lleva blue jeans. Unas gasas
vaporosas la envuelven graciosamente, mientras asciende, empinada en un pie.
Quería estudiar baile. Hoy es al fin, una bailarina. Sin público ni aplausos.
Diminutas
escamas luminosas caen en mi pelo encaneciéndolo. Resbalan por el pabellón de
mis orejas, bañan mi cara. Mi olfato de reptil antiguo, alerta, huele a
hierbas, a lilas y a pasto recién segado. Mis códigos cambiados como en una
película extraña, sicodélica.
Poseo
certidumbres nuevas: si me dejo llevar por esta corriente de energía, se
cortará definitivamente el hilo invisible que amarra mi cuerpo al mugriento y
frío cemento gris del suelo.
Lejos
de la trágica realidad de nuestras vidas. Los que ya caímos y los que huyeron,
marcados para ejecuciones próximas. La película es una revelación. Mi
revelación personal de todo lo vivido. Una visión fabulosa de lo por venir.
Me
dirijo hacia un lugar azul. Me desprendo de la brutalidad obscena y del dolor,
como quien arroja ropa sucia.
Pita
lejanamente un tren. La multitud grita: ¡Viva la Patria! En sordina, desde la
lejanía lo último que escucho son los talones de miles, que corren hacia el
puente.
El
hilo acaba de cortarse. Allá voy. Conozco mi destino: Libre. Armonioso. Feliz.
En absoluta paz.
Carmen Rosa Barrere
Nació en Posadas, Misiones. Reside en Montecarlo,
Misiones, Argentina
Querida Analaí: muchas gracias por hacerme llegar otra vez tu esmerada y rica publicación. Antes de sumergirme en su refrescante lectura, te mando un saludo fraternal y mis ardientes felicitaciones por este, tu prolongado y fructífero esfuerzo comunicativo.
ResponderEliminarDra. Marta R. Zabaleta, Londres.
Mil gracias por tantos y tan buenos deseos, mi querida Marta.
EliminarDeseo que tengas un hermoso fin de semana, pleno de alegrías. Ya responderé tu mail, si?
Muchos cariños, que estés muy bien
Analía