Doña Saturnina
Hacía
un frío insoportable y el hombre iba abrigado como si sus pasos no lo llevaran
por las calles desoladas de un pequeño pueblo sino al mismísimo Polo Norte.
Vestía un abrigo muy usado con un cuello de piel de cordero, unos jeans
gastados y zapatones para caminar por la nieve.
En
los pueblos muy pequeños como éste, la gente filia a un forastero en el acto.
La primera que lo vio fue doña Saturnina Díaz, una mujer criolla, de
indefinible edad, pero es seguro que se acercaba al centenario como todos los
pueblos de la redonda y éste mismo.
Vivía
en la última calle cercana a la ruta y permanecía largas horas sentada en una
silla de paja que posaba en la vereda de tierra apisonada, debajo de un paraíso
añoso, casi tanto como ella.
Siendo
su posición estratégica, examinaba e interrogaba a todo el mundo, conocido o
desconocido. A los que habían sido del pueblo, les inquiría de frente por su
partida, por ejemplo:
--Vos
sos Jacinto Sosa, ¿y cuándo te volvés, che?
--Vine
por dos días, doña Saturnina.
--Qué
bueno -exclamaba sin variar la expresión, así fuera la estadía larga o corta.
Y se
encargaba entonces de mandar a avisar a los amigos para que lo visitaran,
porque se tomaba el trabajo de investigar dónde pernoctaba el ocasional
visitante, si no era que ya lo sabía, como es de todos conocido en las
comunidades chicas.
En
este caso que relatamos, el desconocido fue sorpresivamente detenido por el
perentorio grito de la mujer:
--Señor,
¿adónde va?
Distraído
como iba, se paró en seco, con su barba de varios días, su gorro de lana y su
mochila al hombro. Satisfizo como pudo las preguntas de la mujer sin contar
demasiado, y cuando tuvo un hueco en el policíaco interrogatorio, salió
disparado.
Como
hemos escrito al principio, el día era demasiado frío en ese pueblo que
habitualmente poblaban los pájaros vagabundos, las abejas que libaban el polen
de las flores, las cigarras que aserraban en rodajas los veranos y las glicinas
y las enredaderas que suscitaban la emoción en las muchachas casaderas, que
llenaban sus amplios pechos de palpitaciones que guardaban oculta una pasión
escondida que no aparecía en las confesiones llevadas a los oídos atentos del
cura párroco, un poco viejo y un poco sordo y un poco ciego.
Luego
de un tiempo del encuentro del forastero con la señora anciana y como no fuera
posible haber descubierto dónde estaba escondido, y era demasiado ir casa por
casa con un agente como razonaba el comisario, y trataba de hacer pensar a las
fuerzas vivas que él no se iba a “comer un sumario” por una paranoia colectiva
cuyo origen era el cuento de una vieja.
Doña
Saturnina hasta el último día de su vida se mantuvo firme:
--Era
un hombre joven, con escasa barba y nunca había estado en el pueblo.
Otros
le agregaban al relato que se fijó la vieja: el hombre llevaba en la mirada de
sus ojos glaucos la pasión suicida de los alucinados.
Pero
tal vez fuera el embeleco que se contaba en los boliches donde el vino corría
generoso.
Cuento publicado
en Rosario12, julio 2017
Jorge Isaías
Rosario, Santa Fe, Argentina
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