viernes, 8 de marzo de 2019

Francisco Henríquez


Un libro no presume en su conjunto
resumir la visión de quien lo escribe,
su quehacer es del alma si describe
de lo malo o lo bueno cada punto.

Por lo tanto no quiero ni es mi asunto
pregonar en su esencia lo que exhibe;
solamente el lector es quien concibe
si ha de darlo por vivo o por difunto.

No temo ni a las flores ni a los cardos:
A mi alforja sin fondo van los dardos
que pudiera lanzarme el vulgo hiriente.

Que piense cada cual como le guste.
Nada habrá que de veras me disguste.
¡Si los hice pensar ya es suficiente!


Cuando corría el año 2096

Un siglo misterioso transcurría…
Y gentes con opuestas credenciales,
juntaron las razones desiguales
que desarmonizaban la armonía.

El abismo que al mundo dividía
fue un reguero de notas musicales,
y por montes y prados y rosales
de la Paz el fulgor se repartía.

Cada humano tomó lo que era justo
–ni de más ni de menos ni por gusto–.
El prójimo encontró el lugar debido.

¡Al fin por la llanura de la Tierra
sin odios, egoísmo, sed o guerra
el hombre no marchaba dividido!


Sin dudas

En la casa vetusta del planeta
se aglomeran ateos y creyentes.
Esperan con oídos impacientes
la anunciada visita del Profeta.

Lo esperan el prosaico y el poeta
para verlo con ojos persistentes.
Cada cual entre dudas diferentes
lo ve por el abismo o por la meta.

El poeta le cree y así lo nombra
creador de la luz y de la sombra;
de la ruina fatal y de la fama;

de la gota de llanto y de la risa;
del violento simún y de la brisa;
de la lluvia sutil y de la llama…


Francisco Henríquez
Miami, Estados Unidos

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