Enemigos
Calculé con la mayor precisión la distancia,
apunté y tiré. El tiro pasó a escasos centímetros y maldije. Una vez más había
estado a un paso de lograrlo. Me había jurado llevar a cabo mi propósito sin
importarme el tiempo que pudiera transcurrir. Estaba decidido a lograrlo y con
paciencia me dispuse a esperar la siguiente oportunidad.
Recordaba continuamente su cara odiada,
redonda, con esa boca horrible que tantas dificultades me había causado,
persiguiendo mi objetivo de pueblo en pueblo. Todo había comenzado con un
capricho y entre porfía y porfía, terminamos como enemigos. Juré no descansar
hasta acabar con lo que se transformó, para mí, en una situación intolerable.
Tenía que averiguar el lugar donde ahora estaba, los del pueblo no me darían
ninguna información, sabían de mi fama, pero no me importaba, a pesar de haber
errado, yo sabía que en la próxima iba a ser distinto. Pedí una habitación en
el único hotel, me bañé, y me dispuse a descansar un par de horas; mi pulso
tenía que estar firme, esta vez no iba a fallar. Al atardecer me desperté, fui
hasta el bar del hotel, pedí un café, y disimuladamente paré la oreja
escuchando lo que dos personas, sin percatarse de mi presencia conversaban y
supe hacia donde dirigirme. Le di una propina al chico que me atendió, y hacia
allí me trasladé.
Ni bien llegué lo vi. Lo divisé al fondo de un
patio largo, con esa cara y esa boca horrible, que tanto me trastornaban. Otras
personas estaban en el lugar. Esperé pacientemente, y cuando fue el momento,
calibré la distancia, controlé mi pulso, apunté cuidadosamente, y tiré… y ante
la mirada atónita de los parroquianos… entró limpita la ficha en la boca
horrible… del sapo.
Osvaldo Hueso. Morón, Buenos Aires, Argentina
--
Los hombres no son prisioneros del destino, sino prisioneros
de su propia mente.
Franklin D. Roosevelt
--
Genial, creo que muy logrado el relato.
ResponderEliminarUn abrazo.
Agradezco tu lectura, Leo
EliminarSaludos cordiales
Analía