Pibe del 57
No
sé si a todos les pasará lo mismo, pero cada vez que busco una cosa, encuentro otra.
Admiro a esa gente que, a sus papeles los guarda prolijamente en un archivo. Yo
soy un desastre: Todo en cajas de zapatos. Por ende, entre tanto papeleo, en
busca de una factura, se me aparece algo semejante a uno de esos amigos que ya
no extrañamos porque hace muchísimo que no sabemos nada de ellos. Pero esta
ahí, enfrente de uno. Entonces, la emoción nos embarga.
Sí,
acabo de encontrar una fotografía que tenía olvidada, y me quedo extasiado,
contemplándola un buen rato.
La
fotografía fue tomada en el año 1957, y luego de casi medio siglo, se presenta
ante mí como si tal cosa fuera. Esta foto es una impertinente, hace que
sensaciones ambiguas acudan a mi ánimo, pues si bien me alegra reencontrarme
con ella, a la vez, siento una congoja inexplicable.
En
ella hay un grupo de niños. Debió ser plasmada en pleno invierno, pues tres de
los que están parados, tienen sobre el delantal, el sobretodo puesto. Como
nunca pertenecí a la pandilla de los más altos, al instante recordé que tendría
que buscarme entre los que están sentados en el suelo.
Hay
uno que entre sus manos sostiene una pequeña pizarra que anuncia “6º Grado A 1957” . Con un pañuelo de
papel, limpio los anteojos con insistencia. Luego me los coloco, pongo toda mi
atención en ese niño, y descubro que estoy lejos de ser ese. Me angustio; sé
que estoy ahí, no me explico por qué dudo, lo recuerdo perfectamente, pero en
ese instante, me pasa lo que muchas veces:
No
sé quién soy.
De
pronto, la sonrisa de costado, la cabeza un poco inclinada hacia la derecha,
las manos entrelazadas sobre la falda del guardapolvo, y un endemoniado
remolino al final de la impecable raya del engominado pelo, me dicen a las
claras que acabo de hallarme después de cinco décadas.
Ahora
sí, comienzan a "caerme todas las fichas", (como dicen mis hijos). De
los 31 compañeros, hay dos que no tengo idea de cómo se llamaban, pero los
apellidos del resto me fluyen a modo de cascada. Y por un momento, hasta me
parece escuchar la dulce voz de la señorita Raquel, pasando lista.
Mi
atención vuelve a mí, al niño ese que fui. Él me mira sonriente, y yo, algo
emocionado, también le sonrío. Llevo mi índice derecho hasta sus manitos. De
pronto, todo lo que esas manos han hecho, se me representan como en cámara
ligera. Con el mismo dedo acaricio su boca y como en un acto de reflejo, con el
otro índice toco los dientes de hoy y me asombro de que sean aún los mismos.
Las
cejas oscuras contrastan con la claridad del pelo, y como están algo caídas, le
dan a mi rostro cierto aire de melancolía. Quizás me hallaba en uno de esos
días en que el asma me acosaba. Tal vez, como era la última foto que tendría de
la Escuela Primaria ,
estaba pensando qué sería de mí, en la ignota Secundaria. O divagaba,
preguntándome, con qué hilos tejería el destino las vidas de Torrillas,
Armengol, Bocca, Pedrito Nefi, el entrañable Manolito Seijo… Y tantos otros…
A
algunos los veo de vez en cuando; dos de ellos a menudo… Los otros: Dios sabrá
la suerte que amasó para ellos…
Ahora
llega a mis fosas nasales el penetrante aroma a mandarinas verdes, pequeños
frutos que robábamos desde la medianera del fondo de la Escuela. Me parece
volver a sentir la emoción de ser yo, en un determinado día, el que tiene la
dicha de tocar la campana, anunciando la hora de salida.
Acerco
la fotografía a mi boca y me beso. Me beso con el mismo amor que he besado y
beso a mis hijos y a mis nietas, y comienzo a verme empañado. Y el pibe que fui
me mira, sonriendo de costado, con la cabeza algo inclinada, indiferente a la
emoción del viejo que ya es. Pues ahí, en esa fracción de segundo de aquel día,
una cámara lo ha eternizado niño. Vuelvo a quitarme los lentes y con el mismo
pañuelo, seco el rostro del que soy ahora.
Me
apabullan los recuerdos. Me parece ver los titulares de los periódicos de ese
año. Con letras gigantes anuncian que ha comenzado la locura. Los soviéticos
han puesto en órbita a la segunda nave Sputnik. Y a mí, lo único que preocupa
es la suerte de la perrita Laika.
En
la fotografía no hay ninguna chica, entonces evoco el contacto sutil que
teníamos con ellas, o en los recreos o en las nefastas clases de música. Dos
ojos verdes se anteponen a las demás nostalgias: Son los de María de los
Ángeles, la que por primera vez, me hizo comprobar lo doloroso que puede ser el
amor.
Vuelvo
a encontrarme con mi antigua mirada, la sonrisa, las manos, el jopo. Sonrío.
Suspiro hondo. Me muerdo un labio. Pregunto:
- ¿Vos te imaginabas, pibe, que 30 años
después se te manifestaría la pasión por la literatura?
Me
responde que sí; que eso siempre estuvo en él y me recuerda que tanto ayer como
hoy, nunca nos gustaron las matemáticas.
- ¿O no te acordás con qué pasión leía todo lo
que llegaba a mis manos? Estas que están entrelazadas, las mismas con las que
me acaricias ahora. Sí, arrugadas, con alguna que otras cicatrices, (aunque no
tantas como las que guardas en el alma). -Me susurra y me imagino que me guiña
un ojo.
Entonces
me las miro, y admito que aún hoy, se emocionan al abrir un libro; digamos de
García Márquez, José Saramago, Osvaldo Soriano o Mujica Láinez.
El yo de ayer percibe mi turbación. Desde ese amarillento cartón, con tantos rostros juveniles impresos, me dice que no tenga miedo. Me persuade a acatar, a resignarme que siempre he de tener alguna nana. Trata de convencerme en que nada nos será fácil, pero que no nos impedirá crecer. Que al final, habremos de convertirnos en un hombre sensible, quizás iluso. Decididamente: Un pertinaz soñador de utopías.
El yo de ayer percibe mi turbación. Desde ese amarillento cartón, con tantos rostros juveniles impresos, me dice que no tenga miedo. Me persuade a acatar, a resignarme que siempre he de tener alguna nana. Trata de convencerme en que nada nos será fácil, pero que no nos impedirá crecer. Que al final, habremos de convertirnos en un hombre sensible, quizás iluso. Decididamente: Un pertinaz soñador de utopías.
Intento
nutrirme de lo que dice de mí (o sea de nosotros). No tengo más remedio que
darle la razón. Pues por un momento, hasta me animo a pensar, (y eso no se lo
digo, sería petulancia), que en mí no hay lugar para la traición, la ingratitud
y el rencor. Tal vez por ser un tipo sencillo. Acaso algo bueno.
-
Y bastante pelotu… -añade, meneando la cabeza.
-
Pará. -le digo. No te pasés de piola. Después de todo, vos podés ser el que soy
yo, y a la vez, no ser el mismo. -Agrego.
Y
desde esa sonrisa canchera, me dice que no me la crea. - Que poco a poco,
mientras te olvidaste de mí, la vida se ha encargado de templar algunas cosas
que de nosotros no te gustaban. Además, te ha sabido inculcar un poco de
paciencia y bastante resignación para soportar lo insoportable.
-
Tenés razón, galleguito. -le respondo. Si yo fuera la maestra, te pondría un 10
en filosofía.
Y
el viejo del 2005, sonríe. Es una sonrisa cargada de emoción. Lo hace de
costado, exactamente, como el pibe del 57.
Emilio Núñez Ferreiro. Escritor de Barcelona, España. Reside en San
Antonio de Padua, Buenos Aires, Argentina
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Siempre hay algo en nosotros que no madura con la edad.
Jacques Benigne
Bossuet
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Seguís siendo sensiblero, emotivo, lleno de recuerdos cariñosos y lo sabés transmitir.
ResponderEliminarMuy bueno Emilio.
Desde Paraguay te saluda Julio.
Gracias por tu lectura y tus conceptos, Julio.
EliminarSaludos cordiales
Analía