Primavera en agosto
La conoció en pleno mes de enero. Ella no tenía nada especial: menuda,
tez mate, el cabello oscuro recogido en una cola de caballo. Prolija, de ojos
grandes, castaños y atentos. Manos pequeñas, huesos delicados. Poco más.
La necesitaba. En principio, los fines de semana, en especial los
sábados. Los sábados eran días clave para Antonio: la soledad se le imponía
como una mortaja, y él desfallecía, ahogado en ese silencio sólido, insomne.
Después le pidió que se quedara a pasar la noche, hasta el domingo. No
tuvo que insistir, ella lo intuía. La primera vez, simplemente se quedó
esperando que él hablara; era como si recibiera su pedido desde muy atrás,
dentro de sus ojos. Y se le abrieron los labios en una sonrisa iluminada.
En febrero Celia colgó en el armario su bata de verano, y él desocupó
uno de los cajones, ella: ropa interior, una remera blanca, y el saquito de
hilo color lila que le sentaba tan bien, que la hacía parecer una adolescente. Cierto
que era muy joven, pero sus brazos delgados -él pronto lo supo- eran fuertes,
capaces de sostenerlo con una firmeza que a Antonio lo hacía sentir seguro. Le
gustaba su forma de abrazarlo. Sin darse cuenta, empezó a rendirse.
A ella no parecía importarle la diferencia de edad entre ambos: le
hablaba con soltura confiada de cualquier tema, como a su par más íntimo. Eso
lo sorprendía: Antonio siempre había temido el rechazo de los demás, la mirada
ajena se le imponía como las rejas de una celda. Junto a Celia, los límites se
fueron borroneando.
En abril, la ventana enmarcó la belleza de los árboles transformados por
el sol del otoño en oro viejo. Antonio, convencido, quiso renovar la compañía
de Celia y le pidió que viniera más a menudo, durante la semana. Era el frío,
que madrugaba cada día más y, por las noches, cuando quería dormir, se metía
entre sus piernas como una serpiente helada y temible. Eso le dijo y ella
accedió, igual que antes, sin palabras. Esta vez trajo un bolso y él le
concedió dos perchas más para que ubicara sus prendas junto a las suyas,
pasadas de moda.
El desayuno se tornó amable: a veces Celia le traía el diario y él hacía
que leía, para complacerla, mientras ella se calentaba las mejillas frotándolas
con sus manos. Un día, ella se soltó el pelo; a Antonio le pareció verlo brillar
como un cielo oscuro cargado de relámpagos. Su perfume fresco, húmedo, llenaba
su habitación de reminiscencias.
Ella simulaba no percibir su respiración agitada, sus manos temblorosas,
la transpiración fervorosa de su piel, a su contacto. Como si todo fuera
normal, lo de costumbre. Celia conversaba de sus cosas, que eran, para Antonio,
las únicas posibles todavía. Así se fue mayo.
En junio, decidieron esperar todavía: algunos días él estaba mejor
dispuesto, más seguro; se mostraba independiente y hasta brusco: le pedía que
se fuera antes, que necesitaba estar solo, que lo abrumaba con sus cuidados. Insistía,
incluso, en salir. Ella lo dejaba hacer; a veces lo acompañaba hasta el banco
de la plaza donde Antonio solía sentarse, antes de conocerla, a leer algún
libro. Una mañana lo siguió dos cuadras, hasta el bar cercano a la casa; desde
lejos vio cómo se acomodaba en la mesa de la vereda, al sol, y leía el diario
que Celia había llevado muy temprano. Se lo veía tan sólido. Pero ella conocía
los límites de su vulnerabilidad; no era la primera vez que pasaba por aquello.
Se sabía necesaria, pronto sería imprescindible. Esperó, simplemente; dejó que
él se probara un poco más. Fue, volvió, le dio aire. Un poco de tiempo, había
dicho Antonio: necesitaba más espacio.
Sin embargo, nunca desocupó su parte en el armario.
En julio, el frío pudo más que la prudencia y Celia volvió a visitarlo
un sábado.
Antes que el aire helado dentro del cuarto, la conmovió la tristeza
amarilla en el rostro de Antonio, su desolación pegada a la piel, el mal
presagio en cada uno de sus gestos. Él recogió su visita con humildad,
agradecido, como un inválido.
Por fin, Celia se instaló en la casa. Ambos lo decidieron una tarde fría
pero brillante, en el que sol dolía en la ventana y parecía querer astillarse
en signos incandescentes. Ella había descorrido las cortinas; la luz le bañaba
el rostro, la garganta, y le pintaba la piel de color té bajo el pijama de
invierno, abierto en el escote. Antonio la contemplaba desde la cama, con un
cosquilleo porfiado en el bajo vientre, la invencible urgencia de sentir su
contacto.
Seguía siendo un hombre, a pesar de todo. Y ella era una mujer hermosa,
ahora podía apreciarlo.
A las doce menos cuarto del último día de su vida, el anciano moribundo
le pidió a su enfermera que se acercara. Ella, menuda, ligera, nada especial,
acudió a él con la misma sumisa sencillez, tan cálida, sin embargo, de aquel
primer encuentro, en verano, en que él había decidido contratarla.
- Te quiero, muchachita.
Celia tomó la mano de él, su mano flaca revestida de venas azules y se
dejó conducir debajo de las frazadas, hasta la entrepierna caliente del viejo.
Para ayudarlo, una vez más apoyó su cabeza en el pecho de Antonio, para
que recibiera el perfume de su pelo recién lavado, suelto, al caer sobre su
cuerpo.
La respiración de él era ancha y profunda. Su rostro, a la luz del
mediodía, era el de un hombre feliz, un hombre que gozaba. Bajo la mano,
fulguró ligeramente el sexo del viejo, humedeciéndola con su postrer gesto de
amor, de reconocimiento.
- Yo también te quiero.
Antonio no la oyó. Fue en agosto.
Martha Valiente. Nació en Uruguay. Reside en Buenos Aires, Argentina
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Los científicos dicen que estamos hechos de átomos pero a mí
un pajarito me contó que estamos hechos de historias.
Eduardo Galeano
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Qué buena sorpresa la del final!! Cuando uno va intuyendo que viene un final, lo que menos imagina es lo que se desencadena. Me atrapó la historia, tan corta y contundente.
ResponderEliminarExcelente cuento donde los acontecimientos se van sucediendo en un interesante in crescendo, muy buen cierre.
EliminarAgradezco tu lectura, Martha.
EliminarUn saludo cordial
Analía
Un buen relato con ese final de impacto.
ResponderEliminarSaludos.
Agradezco tu lectura, Leo.
EliminarSaludos cordiales
Analía