sábado, 23 de marzo de 2013

Robert Gurney


-St. Albans, Inglaterra-

Una noche en Buganda (micro-ficción)

Estoy descansando en la bañera, disfrutando de un ensueño. Sabes cómo es. Recuerdos de los buenos tiempos que he tenido en África vienen y van. Es muy agradable.
Algo flota en mi mente: el recuerdo de una pierna que brillaba en la penumbra de una sala de conferencias en la Facultad de Educación de África. Me acuerdo de la tormenta tropical que hervía sobre el Lago Victoria a la misma hora cada tarde, la humedad creciente.
Recuerdo al profesor pidiéndonos nombrar la mayor posesión de un ser humano. Las manos se levantan. Alrededor de la sala ella va, señala. Una a una las respuestas vienen: el intelecto, la racionalidad, la empatía, el dinero, el conocimiento, la felicidad, la religión, la salud, el sexo. La lista es interminable. ¿Por qué me deja hasta el final?
Ella se dirige a mí. Siempre la he considerado bonita, más que eso, en realidad, y sospecho que eso ella lo sabe. Mi corazón está latiendo. Mi imaginación se revuelve. De pronto veo la imagen de una chica desnuda en el libro de George Bernard Shaw, Una muchacha negra en busca de Dios, el que yo había estudiado minuciosamente, de niño, saboreando cada detalle en el almacén secreto de libros peligrosos de la casa del bibliotecario local.
“La imaginación”, dejo escapar, seguro de que voy a ser abucheado por los otros estudiantes. Todos somos estudiantes de postgrado.
“Sí”, ella grita. “Ya lo tienes. Eso es. Es lo que junta las cosas en una sola. Eso es lo que nos hace humanos. Eso es lo que da sentido a todo.”
La clase se queda en silencio. No lo puedo creer. No puedo creer en mi suerte. Era sólo una conjetura. Ni siquiera estoy seguro de por qué lo dije.
La puerta trasera de la sala se abre. Es Lawrence haciendo otra de sus entradas dramáticas. Lleva una capa impermeable que llega hasta el suelo. La barba le gotea, se sienta en la primera fila. La conferencia continúa.
Hay un enorme ruido. Una metralleta se desliza por el suelo. Hay tanto silencio que se puede oír el vuelo de una mosca.
La había comprado, declara, a un soldado la noche anterior, durante una incursión del ejército ugandés en el Club Hi-Life. Sé que él está diciendo la verdad porque yo estaba allí cuando los soldados de Obote irrumpieron gritando, agitando sus armas, en busca de partidarios del Kabaka. La depuración había comenzado.
Se encuentra allí amenazante, absurdo, sobre el lustroso suelo de color marrón intenso, de tablones de madera, negro y gris con un barril brillante y una boquilla con mira achatada apuntando hacia sus hermosas piernas de negro azabache. Parece como si se hubiera usado. Uno puede oír la lluvia golpeando en el techo y cantos de júbilo procedentes de la cercana Iglesia Pentecostal de Kampala Road.
Me levanto y la recojo de sus pies. La llevo lentamente fuera de la sala, voy a la residencia de estudiantes, que compartimos con el profesorado, y la pongo debajo de mi cama.
Más tarde esa noche, no puedo dormir. Sigo viendo el cañón del arma y sus piernas. La yuxtaposición me inquieta. La llamo. Llamo a Mavis, la profesora. Llamo a Mavis Ogwang.
“Hola, Mavis”, le digo lánguidamente.
“Sí”, responde ella adormilada.
“Soy yo”, declaro en monosílabos.
“Lo sé”, responde ella con cariño. “Gracias por lo de hoy. Quería darle las gracias personalmente.”
“El placer es mío”, suspiro. “Quería darle las gracias también, en persona, por haberme escogido”.
“Ven aquí arriba, rápido, se está haciendo tarde”, se ríe suavemente.
Hay un golpe en la puerta, oigo una voz llamando, “¿Cuánto tiempo vas a estar?”. Es la señora de la limpieza.


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La historia de los hombres es un instante entre dos pasos de un caminante.
Franz Kafka

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