Las huellas
del verano
En febrero, sentado en la gradilla exterior
de la biblioteca municipal, Juan botó la última colilla de cigarro. Mientras
contemplaba el cielo vespertino de San Andrés, se percató del arribo de una
muchacha. Ella debía tener unos veinte años, como él. La joven ingresó a la
biblioteca, cabizbaja. Levándose con premura de la gradilla, Juan decidió
seguirla.
En el interior de la biblioteca, doña Amelia,
acomodada en la mesa de recepción, terminaba el crucigrama de un periódico. Al
costado diestro de aquella mesa, se hallaban las estanterías, colmadas de
libros añejos. Él saludó a doña Amelia, de forma escueta. Al percatarse de la
presencia de Juan, doña Amelia simuló firmar unos documentos. En la sección de
literatura, la muchacha trajinaba las obras.
Los volúmenes del área literaria se
encontraban en un rincón olvidado, donde apenas llegaba luz. Juan se arrimó en
el apartado de ciencias, a una distancia prudente de la joven y simuló ordenar
los libros. Desde allí, observó cómo la muchacha examinaba los textos,
dejándolos en sus lugares con delicadeza.
Se fijó que la muchacha extraía un poemario
de Gabriela Mistral, el que hojeó sin orden aparente. De pronto, ella levantó
la vista. Juan miró para otro lado, azorado. La joven dejó el poemario en la
estantería y con paso decidido, abandonó la biblioteca. Juan prefirió no
seguirla, arrimándose al sector de literatura. Cogió el libro de Mistral,
recién visto por la muchacha.
Juan se percató que el libro no era parte de
la biblioteca, pues no tenía código ISBN en el lomo. En la contratapa del
poemario –de sólo cuarenta páginas–, encontró una hoja de cuaderno. En el
papel, adherido con una banda de scotch, aparecía el esbozo de un mapa. Juan
agarró la hoja y depositó el poemario en la estantería. Doña Amelia lo llamó
para cumplir el turno vespertino. Sin despedirse, la señora se marchó de la
biblioteca.
Acomodado en la silla de la mesa de
recepción, Juan avanzó en lo que doña Amelia no había logrado durante horas.
Tareas simples, como rellenar las fichas de los libros pedidos durante el mes.
En su turno, nadie entró a la biblioteca. Así, con mucho tiempo disponible,
Juan examinó el mapa. Se percató que era un dibujo cenital del borde costero de
San Andrés. Los rótulos eran manuscritos, con una letra casi ininteligible. Al
pie del mapa, Juan descubrió una invitación.
La invitación era para aquel mismo día, en la
gruta situada en la playa principal de San Andrés, a la diez de la noche. Al
instante, miró el reloj analógico sobre la mesa. Ya eran las nueve. Guardó el
mapa en el bolsillo izquierdo de su pantalón. Salió de la biblioteca municipal,
después de cerrar la puerta con llave. Con la vista en el horizonte, Juan
marchó por las calles polvorientas, rumbo a la playa.
En una esquina, encontró a varias personas,
muy exaltadas. El gentío hablaba en voz alta, de modo caótico. Un anciano
presenciaba el alboroto desde las inmediaciones. Aproximándose al viejo, Juan
preguntó qué ocurría. Sin preámbulos, el anciano respondió que habían matado a
doña Amelia. Al escucharlo, Juan lo miró con desconcierto.
Estremecido, Juan quiso saber más datos sobre
la muerte de doña Amelia; empero, por la gran alteración que observó en las
calles, prefirió retomar su itinerario, hacia la playa. Levantó la vista.
Aquella noche, la luna resplandecía. Juan dejó atrás los hogares de adobe, la
iglesia colonial, la postal de correos. Se introdujo en la playa de arenas
blancas, donde corría mucho viento. A pesar del frío, caminó a paso firme rumbo
a la gruta.
Mientras
caminaba, detrás suyo escuchó el ruido de un vehículo. Era un jeep Toyota, el
cual transitaba por la orilla del mar. El jeep prosiguió su curso, varios
metros delante de Juan. A continuación, el Toyota frenó. Del vehículo descendió
un hombre alto, vestido con un traje formal, oscuro. El tipo, sin percatarse de
la presencia de Juan, revisó el maletero del jeep.
Juan escudriñó al sujeto, hasta que la sirena
de un radiopatrulla quebró la calma imperante. El hombre alto subió al jeep y
derrapó por la arena, a toda velocidad. Desde su lugar, Juan observó la
persecución, hasta que los dos automóviles se esfumaron de la playa. Después de
la interrupción, Juan prosiguió su camino. Pronto advirtió que se encontraba
muy lejos del bullicio de San Andrés.
Por fin, Juan llegó a la gruta. Debido al
fulgor de la luna, apreció en detalle el fondo del socavón. Juan entró,
cauteloso. Las paredes tenían incisiones en las que se apreciaban velas y
restos de cera. Extenuado, se sentó en el suelo pedregoso. Con rostro molesto,
Juan examinó el mapa y lo rompió en varias partes. Luego, a centímetros de su
ubicación, encontró una caja de madera.
La caja de madera era minúscula, con
terminaciones en latón. Juan tomó el recipiente, poniéndolo en su regazo. Se
percató que la caja no poseía cerradura. La abrió, inquisitivo. Encontró un
papelillo que tenía un mensaje escueto, escrito a mano. Juan lo leyó:
Yo
maté a doña Amelia.
Juan escuchó pasos cortos. En la entrada,
observó que una persona –indistinguible por las sombras– parecía mirar al
interior de la gruta. Con ímpetu, Juan se levantó del suelo. Afuera, sólo
escuchó una risa femenina. Cuando avistó huellas de zapatos en la arena, sintió
una mano grácil sobre su hombro derecho y giró sobre sí mismo.
Gustavo Leyton
Chile
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