Juegos
Siempre fue una pequeña extraña. No soportaba a los otros
niños. Jugaba sola, en algún rincón, hablando y gesticulando a la nada. Su
madre le regalaba muñecas, las que descansaban, intocadas y compuestas, en los
anaqueles de su bonita habitación. Odiado lugar, decorado en rosa, con
angelitos, lazos y otras cosas que se entendían tradicionales para una
princesita. Cuando un día su madre le preguntó por qué no jugaba con las
muñecas, ella, extendiendo un brazo a la nada, como si alcanzara una taza de té
a la visita, le contestó sin desviar la vista:
- Es que nunca cambian de forma.
Fue en ese preciso instante que su vida cambió. No
entendió bien la desesperación materna, pero pasó a ser un espécimen vigilado,
observado y registrado por un montón de ojos expectantes. Luego de un agotador
peregrinaje por médicos y una serie de análisis clínicos que concluyeron en un
rotundo diagnóstico de perfecta salud, la familia estipuló su propio
diagnóstico… y no fue muy alentador para la niña.
Fueron sistemáticamente mutilados todos los intentos de
juegos que salieran de los cánones permitidos a una pequeña normal. Se le
impusieron las muñecas, horribles cosas rígidas que la mano materna colocaba
inmisericorde en los lugares vacíos del cuarto y eran rescatadas y devueltas
todos los días haciendo inútil su esfuerzo por desaparecerlas. Para reforzar la
medida, la madre se sumaba al juego y esa casita de cartón pintado era un
montón de palabras que le llenaba los oídos hasta volverse un sonsonete
monocorde que la adormilaba.
Quedándose quieta, pudo lograr que su madre redescubriera
su infancia y jugara sola con las estatuas patéticas llenas de volados y rulos
falsos. No mucho tiempo. Cometió la torpeza de salirse demasiado o hundirse en
sus fantasías, que era lo mismo, y fue descubierta.
Cambio de estrategia familiar. Fue llevada al patio, al
parque, al cine; arrastrada a espacios llenos de gente. Lo solucionó sólo por
instinto. Una tarde transformó su resistencia silenciosa en sonoro llanto. El
escándalo público replegó el impulso materno a los límites conocidos y
manejables del hogar.
Visto que no podía ya soportar la mirada sin vida de
tantos espantajos invadiendo su alcoba, decidió transformar el jardín en su
bastión. También decidió usar la astucia.
Jugaba a algo mecánico como la rayuela y dejaba que su
mente poblara ese cuadro con imágenes imposibles. Inventaba historias. Mientras
su madre tejía satisfecha, observándola, poco podía imaginar que ella evitaba
las rayas blancas porque eran abismos o aquel cuadrado irregular porque allí se
aposentaban los monstruos que se comían a las niñas; que reía feliz en el cielo
de rayuela, hamacándose sobre ambos pies, porque estaba transitando un país
extraño donde intercambiaba cintas con mujeres de velos azules mientras la
rodeaban altas torres que custodiaban guerreros morenos.
Claro que todo cansa y no podía vivir para siempre en esos
mundos… se le agotaron las imágenes.
Así nació su fascinación por las criaturas vivas.
Naturalmente, los que lograron atraparla plenamente, fueron los pájaros. Su
libertad y el atávico sueño de volar, la inundaron. Muchos días inventó juegos
que le permitieran ensayar vuelos, llamarlos, intimar con ellos. Otra vez su
concentración produjo el desastre. Cuando volvió de su sueño, su juego... o lo
que fuera, estaba trepada en lo alto de un árbol y su madre gritaba desesperada
mientras su padre acercaba la escalera del vecino.
A partir de ese momento se sumó la figura paterna y la
vigilancia fue tan cerrada que el ahogo le robó hasta el color de la piel.
Tenía más prohibiciones que permisos. No podía subirse ni a un banquito y jamás
se le permitía alejarse del radio de visión de uno de los dos o del guardián
ocasional que le asignaban en caso de ausencia obligada.
De tanto caminar con la cabeza gacha, descubrió las
hormigas. Seguir sus caminos, proveerles hojitas u otros alimentos no pareció
inquietar a los censores. Evidentemente, las consideraba una opción aceptable
en reemplazo del peligro de los pájaros. La bendición fue finalmente otorgada
por un viejo y querido tío que sentenció:
- Cuando sea grande, será bióloga.
Eso zanjó la cuestión y se le permitió jugar con los
bichitos sin otro límite que las tapias del jardín, como se le hizo saber de
manera cortés cuando quiso seguirlas hacia el hormiguero que presumiblemente
estaba en un baldío de las cercanías.
Jugar presa.
Harta.
Por eso las llevó a la casa. Hasta ese momento ninguno
había notado su poder de comunicación, ni siquiera cuando los pájaros
sobrevolaban a su alrededor… menos aún con las hormigas.
Convencerlas que trasladaran el hormiguero bajo la casa no
fue mayor problema. Sí lo fue el convencerlas que cavaran como ella quería.
Trabajo largo y tedioso. Tuvo que unir más hormigueros y quebrar las leyes
naturales de esas obreras ciegas y disciplinadas.
Pero estaba impaciente. Sentía que crecía y se le escapaba
de las manos todo lo que había poseído desde que abriera los ojos.
Así que las forzó cavar y cavar. Sin descanso. Con prisa…
No hizo ruido la casa cuando se hundió. Fue como si se
sumergiera mansamente en la tierra, llevándose a sus carceleros consigo. Libre
por fin, bailando, se esfumó en silencio.
Blanca Salcedo
Formosa, Argentina
Genial, como todos Blanca! Felicitaciones!!!
ResponderEliminarGracias por tu lectura, Adela.
EliminarSaludos cordiales
Analía