Un camino sin retorno
El deslucido abrigo de cuero pesaba holgado sobre sus
hombros. La cabeza inclinada sobre el pecho, el cuello levantado de la campera,
las manos dentro de los bolsillos, todo era inútil para protegerse del viento
helado. Oscar Rosales caminaba lentamente por las calles desoladas. La llegada
repentina del frío había atemorizado a los vecinos.
Pensaba en Matilde y en los amargos calentitos y espumosos, en la sonrisa luminosa y en el
calorcito de la estufa a querosén; pensaba en la mirada amable y en el amparo
de las paredes cálidas, en las palabras comprensivas y en su propio desaliento.
Oscar pensaba…
Los cincuenta y dos años se apretaban en su cuerpo, la
humedad se concentraba en sus huesos, la angustia se traslucía en su rostro.
Desalentado, sus pasos conduciéndolo a ningún lugar, Oscar pensaba: ¡Qué imbécil! ¿Cómo pude aceptar la
jubilación a los cincuenta? Y no hallaba respuesta a esa pregunta que día a
día lo atormentaba más y más.
Bastante tiempo atrás se había agotado el dinero del
cheque de la indemnización. Ya no hacía changas en el taller de Edmundo porque
el chico de la vuelta, ése que abandonó el colegio, “es más joven y más fuerte,
¿me entiende?”. El dueño del estacionamiento en el cual trabajó unos meses le
explicó que “el hijo de Moreno tomará su puesto para pagarse los estudios, buen
pibe, ¿vio?”. Ya no se reunía con los amigos a tomar unos vinos en el bar,
¿cómo los pagaría?, no le agradaba aceptar limosnas. Lo borraron del club por
falta de pago, ahora ni siquiera podía entrar a la cancha para distraerse, por
unos pocos pesos, viendo los partidos de su equipo de la categoría “C”.
Se sentía solo. Estaba solo. La muchachada lo fue dejando
solo o tal vez él se fue apartando del camino de aquellos obreros de la fábrica
que dio de comer a tantas familias durante tantos años.
Y Oscar pensaba… Al flaco Iriarte y al vasco Urrutia
también los tentaron, los hicieron caer como a él. Iriarte juntó su vida en
cuatro valijas y se fue a su pueblo natal, allí lo esperaba su madre; y el
flaco se fue porque sabía que en casa de la vieja no le faltaría el puchero. Y
el vasco, buen tipo, se murió “de depresión” comentaban algunos: dejó de comer,
perdió la afiliación al club, no aparecía por el bar, no recibía a los pocos
amigos que visitaban su casa; y se murió el vasco, se murió de tristeza y
soledad.
Oscar salía a caminar todos los días, empapado por la
lluvia o tiritando por el frío, azotado por el viento o agobiado por los
cuarenta y tantos grados. Él debía encontrar una salida.
Deambulaba todos los días por el barrio, algunas veces lo
acompañaba unos metros el chico diferente, ése… el de la sonrisa despreocupada.
Esquivaba la cuadra del bar y la manzana del club; evitaba mirar a aquellas
personas con quienes se cruzaba en el camino. Descansaba sentado en un banco de
la plaza, esa plaza donde nació la idea, esa plaza donde veía a los pibes jugar
con la pelota raída, esa plaza donde los jubilados jugaban a las bochas. Los
jubilados de antes, los de setenta y tantos años, los jubilados de verdad.
Oscar se sentía joven, sin embargo no todos opinaban lo mismo: para ningún
trabajo era joven.
Ese día se movía lentamente, como si sus pies se
resistieran a consentirlo en la misión desesperada que tramaba. Su mano acarició
el frío del metal que llevaba desde esa mañana en el bolsillo.
Faltaban pocos metros para llegar. Levantó la mirada y
observó la bandera gastada sobre la puerta de entrada, un jirón descolorido
zamarreado por el viento feroz, y un impulso renovado aceleró sus pasos. Sus
pensamientos lo atormentaban, su pulso y su respiración le quemaban, un nudo
comprimía su garganta, una piedra apretujaba su estómago. Esa idea lo
martirizaba: debía concretarla hoy, le resultaban insoportables las peripecias
con que se burlaba desde su mente. Y Oscar pensaba: Matilde… ¿qué diría ella?, y luego se animaba: ¡Qué! si por Matilde lo hago, ella se merece algo mejor.
Faltaban pocos minutos para las veinte horas. Sólo se
encontrarían Joaquín y la empleada nueva, ambos terminando un día de trabajo
para luego regresar a sus hogares, disfrutar junto a sus familias, entregarse
al sueño tranquilo; ambos sabían que al día siguiente un trabajo los esperaba.
Repasó el plan una y otra vez. No había posibilidad de error, la policía jamás
andaba por allí, a esa hora se internaba en la villa haciendo redadas. Nada
podía salir mal. Envalentonado por la angustia traspasó el umbral, sin embargo
permaneció inmóvil, la calidez del ambiente lo intimidó.
-¡Qué sorpresa, Oscar! Llegó justo, ya casi cerramos
-expresó Joaquín observándolo a través de los lentes-. ¿En qué le puedo ser
útil?
Como única respuesta, esbozó una débil sonrisa y se
acercó al mostrador susurrando: Pobre
Joaquín, cada día más sordo y más miope. La empleada llenaba unas planillas
y el encargado regresó a sus papeles. Oscar sacó el revólver del bolsillo y
murmuró algo así como “esto es un asalto”.
Entonces Joaquín le preguntó:
-¿Cómo dice, Oscar?
Algo más seguro, insistió:
-Don Joaquín, deme la recaudación del día y no les pasará
nada a usted ni a la chica.
El encargado, atónito, observó el arma gastada sostenida
por una mano temblorosa, se acomodó los lentes y, con torpeza, abrió un cajón
debajo del mostrador. Comenzó a sacar los billetes, los cuales Oscar tomaba y
hundía de manera desordenada en sus bolsillos.
-Lo van a agarrar, Oscar, y usted es un buen hombre,
usted no es de ésos.
-No soy nadie, don Joaquín, no tengo nada, me dieron la
jubilación y me arrancaron la dignidad. Deme la plata y me voy de aquí, sé que
usted no contará nada, tampoco la chica.
Terminó de guardar los billetes mientras repetía, como
intentando convencerse a sí mismo:
-Lo siento, don Joaquín, no es nada contra usted. Ya me
voy y todos olvidaremos este incidente.
Oscar notó la expresión de Joaquín: detrás de los vidrios
gruesos sus ojos se mostraron sorprendidos y sus labios se torcieron en una
mueca grotesca. Oscar no advirtió que la empleada clavó su mirada en la puerta
de calle. De pronto escuchó una frase común, una frase que se le ocurrió
irreal, y el silencio se rompió con palabras ásperas, lejanas, vacilantes:
-¡Alto, Policía!
¡Suelte el arma! Ponga sus manos detrás de la cabeza y gire lentamente.
Y Oscar pensó… Pensó en Matilde (¡cómo lo iba a
extrañar!), en sus amigos, en los pibes jugando el picadito en la plaza, en la
sonrisa babeada del chico discapacitado, en los años entregados a la fábrica,
en el trabajo que esperaba y jamás llegó, en la plata del cheque que voló, en
los hijos que no tuvo, en su juventud perdida por las obligaciones, en sus sueños
olvidados, en sus ilusiones de tener algo mejor, de ser alguien mejor, de vivir
un poco mejor.
Entonces Oscar pensó. Giró sobre sus talones pausadamente
mientras ponía el arma en su sien derecha.
El
sonido retumbó en la sala casi vacía del correo.
Y Oscar
ya no pensó más.
Noviembre de
2005
Analía Pascaner
Nació en Buenos Aires. Reside en Catamarca, Argentina
Es un hecho que se repite y nos sacude sólo un momento la velocidad con que se mueve nuestro mundo lo borra todo en poco tiempo y no vemos lo que sucede con frecuencia.
ResponderEliminarY duele tanto la indiferencia! Muy buen relato amiga querida. Abrazo. Vic
Muchas gracias por tu tiempo, querida amiga, y por tus conceptos. Sí, es una triste realidad que vemos cotidianamente.
EliminarUn abrazo apretado, querida Victoria, que transites días plenos de bendiciones
Analía
Tan nítida la descripción del personaje.
EliminarUna historia que conmueve porque hay realidad dentro de la ficción.
Un gusto leerlo y analizarlo.
Un abrazo
Betty
Aprecio y agradezco tu lectura y tus conceptos, querida Betty.
EliminarUn abrazo
Analía
Querida Ani, me hiciste lagrimear. ¡Qué habilidad literaria la tuya! ¡Cómo me gustaría tenerte cerca para que me dones una trasfusión literaria! Pienso tanto en vos, y aquellas lejanas imágenes d tu amorosa niñez! Y como si no fuera suficiente mi enorme cariño para pensarte, vivo a una cuadra del Colegio General Belgrano y veo el colectivo 21, ese que tenía que esperar a que tu madre hiciera tres o cuatro maniobras para entrar en la estrecha cochera de la casa de Azcuénaga. ¿No te imaginás qué lindo está ese lugar! Un besote Oscar.
ResponderEliminarMil gracias por tan conmovedoras palabras, mi querido tío Oscar, aprecio que me hayas leído y te haya emocionado mi historia.
EliminarVos sos un excelente narrador, y es evidente que la pluma fluye por las venas de los Pascaner, verdad?
También tengo hermosos recuerdos de cuando vivía en Buenos Aires; posiblemente con la edad esos recuerdos se acentúan, con nostalgia y añoranzas.
Muchos cariños, querido tío, que sigas escribiendo y entregándote a la vida con tanta alegría y disposición como ahora. Te quiero mucho
Analía