Eppur
si muove
Toda esa mañana se soñó
navegando en una noche tan ciega como cuando él estuviera en Arcetri. En otras
épocas él había llevado al limite su visión mejorando aquel invento holandés
para poder confirmar lo que sentía; él, Galileo Galilei, a través de una
galaxia que nunca soñó imaginar, oscura, llena de vacío, sin esas luminarias
como referencia, sin esas esferas de plasma brillando con luz propia iluminando
su cabeza y marcando el rumbo de millares de marinos osados y pasajeros
soñadores. ¿Cómo se navegaría por esas rutas espaciales? Atravesando esos 28
mil millones de años luz sin esa brújula natural, surcando agujeros y vacíos,
eludiendo esa estrella gigante de 1.400.000 km y sus ocho planetas y sus orbitas
elípticas, viendo en forma soslayada, a la carrera, esos asteroides y satélites
naturales. En sus entrañas siempre sospechó que Aristarco de Samos y Copérnico
más tarde, tenían razón. Siempre arrastró aquel estigma de pensar que la
rigidez de las teorías ponían un freno a la evolución, aquella patraña de la
teología física; o como su padre lo había hecho con la música, imaginando la
modulación armónica. Jamás le importaría que una Unión Astronómica
Internacional excluyera a Plutón de aquel sistema si tuviera un real basamento
científico. Este es un pequeño viaje en el mar, con tanto para reflexionar
sobre lo que irá a decir en ese Santo Oficio, Santa Inquisición, aun recordando
las futuras palabras de Campanella; nada hace pensar que estemos a 150 millones
de kilómetros de este astro rey creado hace 5000 millones de años, girando
sobre nuestro eje a velocidad exorbitante, y yo, aquí sentado, sin vértigo. La
luna nos escolta modificando nuestros caminos y mareas; el sol con sus graduajes
en el perihelio y en el afelio; la luna y el sol se suceden, simulando su
tamaño, aunque a muy pocos nos importe la diferencia en su masa final. Cuánto
camino queda por recorrer; esos periscopios terrestres, esas sondas
planetarias, cometas, misiones espaciales y claro está, mucho antes, mi alegato
y abjuración y esa sentencia patética, pronunciada en la boca de un Cardenal
Ascoli, graciosa si no la tuviera que sufrir; no pude menos que dejar escapar
esas palabras de mi boca, mi conciencia no lo perdonaría y tal vez no
estaríamos contando esto.
Alejandro Carbia
Buenos Aires, Argentina
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