lunes, 10 de junio de 2024

María Crisvi

Monedas 

Dejé la camioneta algo apartada de la ruta, y caminé junto a las vías abandonadas. Recordaba cuando con mi hermano y el flaco Abel poníamos monedas y esperábamos a que pasara el tren. Nos reíamos cuando nuestros centavos saltaban como maíz reventado para hacer pochoclo. Después los recuperábamos, chatitos como panqueques. 
En ese lugar era inevitable no pensar en la comida de la abuela. 
La casa estaba cerca, detrás del monte de algarrobos. La añoranza me hacía ver al abuelo usando la sombra para descansar mientras tomaba mate. 
No llamé; ¿para qué? Di la vuelta a la casa. Miraba cada detalle de las ruinas; lo que había sido el jardín, la huerta, el patio. Presté especial atención a las macetas. Dejé de buscar; volvería más tarde. 
Tomé el viejo camino que iba a los galpones. Los yuyos eran prueba de que ya casi nadie pasaba por ahí. Traté de no pensar en el accidente. 
Cuando el bisabuelo y sus hermanos habían venido a hacerse la América, montaron su humilde fábrica de quesos en este pueblo. Los fabricaban como lo habían hecho en Cerdeña. Se instalaron cerca de las vías. El tren paraba cada semana, y allí cargaban los quesos para que los llevaran a vender a la ciudad. Después se habían encargado del negocio los más jóvenes. Mi abuelo fue el último que intentó ganarle a la burocracia de los poderosos. En vano. 
Me acerqué al primer galpón. Abrí la puerta: ahí estaba. 
Nos miramos sorprendidos. Abel tenía mucho que explicar. Pero fue él quien preguntó: 
-¿Qué hacés por acá? 
-Busqué la llave de la casa donde siempre, pero no la encontré. Pensé que tal vez… 
Miré a mi alrededor. Todo estaba ordenado y limpio, en contraste con el caos del jardín de mi casa. Porque yo la consideraba mi casa. Y rogaba que la ley también. 
-Vine a hacerme cargo. 
-¿Hablaste con algún abogado? 
-Todavía no. 
No dije más. No quería hacerle preguntas como si fuera policía. No quería interrogarlo, como ellos dicen. Esperaba que Abel dijera a qué se debía su presencia. Era obvio que no estaba de pasada, buscando fantasmas, como era mi caso. 
-Deberías. 
-Perdón, ¿qué? 
-Que deberías buscar un abogado. Yo lo hice hace unos meses, cuando murió tu abuela. 
-No entiendo. 
-Yo la cuidé el último tiempo. Además, trabajé desde chico acá sin recibir sueldo. Merezco una compensación. 
-¿Trabajaste? Si lo que hacíamos era jugar… 
-Para vos era un juego estar acá en verano. ¿Y el resto del año? 
No podía creer que Abel tratara de sacarme la herencia. No creí que todavía me odiara tanto. Después de todo, había sido un accidente. 
Abel arrastró su pierna derecha para acercarse al rastrojero; le sacó de un tirón la lona que lo cubría. 
-Cada tanto lo miro y te recuerdo. Tu hermano no tuvo tanta suerte. 
-Abel, por favor. Bastante culpable me siento. Fue un accidente, sabés. Travesura de chicos. Fue una estupidez sacarlo marcha atrás sin saber manejar. Se me fue del camino. ¡Lo hablamos tantas veces! ¡Le pedí perdón a mis abuelos y a mis padres tantas veces! 
-Sí, un accidente. Como el que puede tener cualquiera. Hasta vos misma. 
Y Abel me hacía retroceder, al avanzar amenazante. El ruido rasposo de su pie al no levantarse del suelo me llenaba de terror. Me fui de allí casi corriendo.
Antes de llegar a la camioneta me despedí de todo. Tiré una moneda a las vías aunque sabía que el tren no pasaba desde hacía años. 


María Crisvi 
Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina

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