Esto me sucedió
Cuando cuento esta historia, nadie me cree, piensan que lo soñé
o divagué en uno esos momentos de ausentismo que suelo tener.
Sí, siempre fui una soñadora y me gusta sentarme en lugares
solitarios a contemplar todo en el más estricto silencio dejando correr la
imaginación con todas las de la ley.
El mundo, para mí, es así, super maravilloso, porque veo lo que
no se ve; siento lo que no se siente y vivo momentos maravillosos que en la
realidad no vivo.
Siempre me resulta fácil evadirme de la realidad; No existe en
esos momentos nada más que mis pensamientos, la naturaleza y Dios.
Cierta tarde, una de esas más desoladas y frías de la temporada,
sentí deseos de ver el mundo silencioso de la noche, más que verlo, quería
vivirlo.
Con decisión, tomé un abrigo, busqué la llave de mi fitito,
cargué un termo con café y me lancé a la aventura.
Realmente no había pensado hacia qué dirección quería ir, así
que cerré los ojos mientras calentaba el motor del autito, y sin pensarlo me
dirigí al sur.
Brrr, más frío sentía al saber que por momentos patinaba sobre
la escarcha blanquecina con las cubiertas semi lisas, ¡qué coraje!, bueno, así
soy a veces cuando de aventuras se trata.
Las tinieblas caían apresuradamente, aún se distinguían bultos
en la penumbra, eran árboles en los costados del camino. Yo no sé porqué pero
estos se agrandan y desfiguran cuando los cubre el manto nocturno, de tal forma
que no parecen lo que son, sino que se vuelven figuras fantasmales con sus
brazos extendidos como queriendo atrapar a los viajeros solitarios y temerarios
que deambulan en horas inusuales por esos caminos de Dios.
Así anduve con la mente perdida de fantasía en fantasía.
Miraba de vez en cuando el intenso cielo tachonado de estrellas
donde tímidamente asomaba la carota gigante y plateada de la luna.
Seguí mi camino como si nada.
En ese momento desconocí totalmente el lugar a pesar que me
parecía que no me había alejado tanto. No me preocupé demasiado, ¿acaso no
estaba llevando a cabo una maravillosa aventura?
Creo que ni sentía el frío que se filtraba por las hendijas de mi
viejo auto.
De pronto, ¡oh! ¡sorpresa!, ante mí estaba un pueblo antiguo,
solitario, abandonado.
Sentí una profunda curiosidad y me metí entre sus calles oscuras
y silenciosas. Bajé del auto.
No escuchaba nada, ni voces, ni ladridos de perros, ni el canto
melancólico de grillos, tampoco el llanto de algún niño, ni silbidos de de
pájaros nocturnos.
Bah! No hice caso de ello, seguí mi instinto aventurero y entré
a una casa que tenía la puerta entreabierta.
Allí no había nadie. La casa estaba en orden y tenía ese dejo
romántico de las películas del oeste.
Las cortinas bellísimas tejidas al crochet en tono crudo,
cubrían las ventanas. Había floreros de brillante porcelana llenos de rosas
pálidas y perfumadas. Yo sentía el aroma sutil. Bellos cuadros colgaban de las
paredes empapeladas. Todo era de un maravilloso buen gusto.
A pesar de la noche y de no haber luz, distinguía todo en todos
los detalles.
Seguí recorriendo la casa. Una alfombra preciosa hecha de
retazos, cubría el piso de la sala. La cocina era amplia, limpia y ordenada.
Tomé un pocillo y me serví del café que llevaba en el termo.
Llegué al dormitorio con piso de madera que crujía bajo mis pies.
La cama con dosel de terciopelo rosa pálido, tenía un mullido
colchón cubierto de sábanas bordadas, almohadones blancos y empuntillados, y
encima un cobertor suavísimo y tibio.
Me venció la tentación y me recliné sobre la cama que invitaba
al descanso.
Muy pronto quedé profundamente dormida. No sé cuánto tiempo
estuve allí, porque desperté al escuchar movimientos, ruidos y susurros.
Sólo veía como se sacudían las cortinas del dosel, las ventanas
temblaban bajo un influjo muy raro y oía pasos disimulados. Un susurro
aterrador se enganchó en mis oídos y alcancé a escuchar que me decían ¡intrusa!
¡vete de aquí! Este lugar es nuestro y nadie lo puede profanar.
¡Ay! ¡Dios! ¡Qué susto me llevé! Di un salto volcando el café
del termo.
De repente, el pueblo desapareció de mi vista y yo estaba a unos
cuantos metros del autito, lo que significaba que estuve en esa casa, percibí
el aroma de las rosas, me acosté en la blanca cama y me dormí profundamente
hasta que los espíritus, dueños del lugar, me sacudieron del sopor. Yo sé que
lo viví, aún hoy siento en la piel aquella sensación rara que se apoderó de mí.
Cuando volví, hice averiguaciones y me confirmaron que en ese
páramo, había un pueblo que sufrió una gran catástrofe donde murieron todos sus
habitantes. Después de la devastación, sólo quedó un descampado y seguramente
enterrados allí los huesos de sus habitantes.
Nadie me cree, pero yo vi ese pueblo, las casas, estuve dentro
de una de ellas y escuché el lamento angustiado de los muertos que alguna vez
habitaron ese lugar.
Norma Costanzo
Villa Ocampo, Santa Fe, Argentina
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