jueves, 26 de marzo de 2015

Norma Etcheverry

El Tiempo

A veces, se está lejos de todo, lejos del pasado y lejos del futuro.
Son los momentos en que no sé qué hacer conmigo. Las chicharras rezagadas del atardecer y un perro del vecindario que llora la ausencia de sus dueños son los ruidos de una realidad “real” que rompe el encanto de la Naturaleza. El silencio cae como un manto sobre las cosas y todo parece volver a un orden perfecto, a una paz certera y definitiva en la cual no sé qué podría hacer conmigo. Una tarde de verano especial para esperar la muerte tanto como para desear seguir andando. Los dos extremos pueden corresponderse a este escenario, las dos formas de continuación serían verdaderas.
Son breves momentos, en los que siento detenerme, literalmente, en el tiempo. Lo paradójico es que quedo fuera de él. Y la inmensidad de esa visión es un océano donde puedo flotar.
Donde puedo vivir, o no. Da igual.


La identidad

Cuelgan geranios rojos de los balcones.
Inevitables geranios rojos en todos los balcones.
Maravillosos geranios rojos cuando estallan las bombas.
Ancianos con boina y bastón, caminando despacio por la orilla del Kadagua. Los carteles denunciando el apaleo a los jóvenes de Geñe. El puente viejo y la ropa blanca tendida, flameando sobre el río.
Ancianos con boina y bastón, sentados en los bancos de la parroquia de San Severino, bajo la torre tardía del Barroco.
Ancianos con boina y bastón, hablando en una lengua que les viene desde el fondo de la historia. Ningún filólogo rozará el origen de su lengua, ni su gran secreto.
Testigos serenos de un tiempo ido, protagonistas de un pasado remoto que siempre vuelve.
Un duelo mudo es el que viene del encierro, lejos de casa, un silencio a gritos que brota en los balcones.
Los rostros en blanco y negro están en todas partes. Como la lengua primitiva, un clamor sordo, intraducible.
Inevitables, los geranios rojos, cada año florecen.
Azpitik doa ura, murmuran.
El agua va por debajo, cantan.

(a Andoni, en su memoria)


La adolescencia

Me dijo que tenía miedo.
Me dijo que recordaba hasta como me vestía.
Me dijo que no quería faltar al colegio, porque entonces me extrañaría.
Me dijo que soñaba conmigo todo el tiempo.
Me dijo que lo que me dijo en el tren era mentira. Que esa noche, estaba muerto de miedo.
Me dijo que todo fue un gran desencuentro.
Me dijo que volvió a tomar su guitarra, y tocaba largas horas hasta la madrugada, como en el tiempo en el que sucedió todo esto.
Me dijo que tenía toda la música que yo también tenía.
Y yo pensé que era imposible -no podía tener todo desde el principio, desde Syd, desde bombones y pan de uva…-
(“No me toques pequeña/por favor, sabes que me vuelves loco/por favor, sabes que soy débil”)*
Claro que la tengo -dijo-, y me habló del flautista en los tiempos de la alborada y aquello de los secretos.
Adivinó que me hubiera encantado conocer a su madre. Que nos parecíamos.
¿Por qué? No, no me lo dijo.
Contó de esa mujer que, siendo todavía muy joven, partió hacia la frontera y enseñó a leer y escribir a los niños de los países vecinos.
Que antes de morir quiso estudiar medicina. Pero entonces ya no había más tiempo.
Me dijo que murió en el ochenta y dos. Le dije que mi padre también murió en el ochenta y dos. Luego, volvimos a hablar de las tardes en la escuela.
Le conté de las incontables veces que lloraba por él.
Le dije que entonces sentía pudor de trabajar en los puestos porque creía que él sentiría vergüenza de mí.
Me dijo que no me podía mirar, pero de vergüenza de él.
(“Háblame, háblame con dulzura/por favor, llévame a la cama/por favor, no tengo miedo”)*
Cuando aquella noche del tren yo regresé llorando a casa, mi madre comentó que la vida era un gran laberinto donde las personas solían perderse entre sí. Y después, no importa cuánto tiempo haya pasado, podían volver a encontrarse.
Le conté. Sonrió. Dijo que mi madre tenía razón.

* Roger Keith “Syd” Barret (Inglaterra, 1946-2006).


El destino (II)

No nos despedimos tampoco aquella tarde. Como tantas veces, lamenté luego no aprovechar su estadía en la ciudad para hablar de la vida y de la muerte, de los hombres hipócritas, de los hermanos, de las islas, de los pájaros. A cambio de eso, retrocedimos asustados, paralizados por esa mirada amadísima que se alejaba. Quizá en algún lugar remoto del cerebro, o tal vez de su corazón, ese cuerpo podía sentir, como nosotros, la intensidad paradojal de ese instante en que lo volvimos para aliviar el dolor de las llagas. Oímos crujir esa piel, como un papel reseco. Luego, quedó extendido y durmiente, y nosotros nos perdimos en la lluvia.
Ya no volví a verlos. Aachen murió la tarde de febrero en que suelen festejar los enamorados. Yo lo supe en el sueño, entonces estaba en el mar y no hice nada por regresar.
Después escribí tres cartas y él no contestó ninguna. Entendí su silencio, y ya no volví a intentarlo. Cuando está en la ciudad no desea verme. Y quizá sea mejor.
Desde el principio estaba escrito que no volveríamos a reconocernos.


Textos del libro La vida leve. Ediciones La Carta de Oliver, noviembre 2014

Norma Etcheverry
La Plata, Buenos Aires, Argentina

5 comentarios:

  1. Gracias por tu lectura, Claudia
    Saludos cordiales
    Analía

    ResponderEliminar
  2. Textos que conmueven de manera sencilla, un gusto leerlos.
    Un abrazo
    Betty

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muy agradecida por tu lectura, querida Betty.
      Mi abrazo, mis mejores deseos
      Analía

      Eliminar

Muchas gracias por pasar por aquí.
Deseo hayas disfrutado de los textos y autores que he seleccionado para esta revista literaria digital.
Recibe mis cordiales saludos y mis mejores deseos.
Analía Pascaner