El Tiempo
A veces, se está lejos de
todo, lejos del pasado y lejos del futuro.
Son los momentos en que no sé
qué hacer conmigo. Las chicharras rezagadas del atardecer y un perro del
vecindario que llora la ausencia de sus dueños son los ruidos de una realidad
“real” que rompe el encanto de la Naturaleza. El silencio cae como un manto
sobre las cosas y todo parece volver a un orden perfecto, a una paz certera y
definitiva en la cual no sé qué podría hacer conmigo. Una tarde de verano
especial para esperar la muerte tanto como para desear seguir andando. Los dos
extremos pueden corresponderse a este escenario, las dos formas de continuación
serían verdaderas.
Son breves momentos, en los
que siento detenerme, literalmente, en el tiempo. Lo paradójico es que quedo
fuera de él. Y la inmensidad de esa visión es un océano donde puedo flotar.
Donde puedo vivir, o no. Da
igual.
La identidad
Cuelgan geranios rojos de los
balcones.
Inevitables geranios rojos en
todos los balcones.
Maravillosos geranios rojos
cuando estallan las bombas.
Ancianos con boina y bastón,
caminando despacio por la orilla del Kadagua. Los carteles denunciando el
apaleo a los jóvenes de Geñe. El puente viejo y la ropa blanca tendida,
flameando sobre el río.
Ancianos con boina y bastón,
sentados en los bancos de la parroquia de San Severino, bajo la torre tardía
del Barroco.
Ancianos con boina y bastón,
hablando en una lengua que les viene desde el fondo de la historia. Ningún
filólogo rozará el origen de su lengua, ni su gran secreto.
Testigos serenos de un tiempo
ido, protagonistas de un pasado remoto que siempre vuelve.
Un duelo mudo es el que viene
del encierro, lejos de casa, un silencio a gritos que brota en los balcones.
Los rostros en blanco y negro
están en todas partes. Como la lengua primitiva, un clamor sordo, intraducible.
Inevitables, los geranios
rojos, cada año florecen.
Azpitik doa ura, murmuran.
El agua va por debajo, cantan.
(a Andoni, en su memoria)
La adolescencia
Me dijo que tenía miedo.
Me dijo que recordaba hasta
como me vestía.
Me dijo que no quería faltar
al colegio, porque entonces me extrañaría.
Me dijo que soñaba conmigo
todo el tiempo.
Me dijo que lo que me dijo en
el tren era mentira. Que esa noche, estaba muerto de miedo.
Me dijo que todo fue un gran
desencuentro.
Me dijo que volvió a tomar su
guitarra, y tocaba largas horas hasta la madrugada, como en el tiempo en el que
sucedió todo esto.
Me dijo que tenía toda la
música que yo también tenía.
Y yo pensé que era imposible
-no podía tener todo desde el principio, desde Syd, desde bombones y pan de
uva…-
(“No me toques pequeña/por
favor, sabes que me vuelves loco/por favor, sabes que soy débil”)*
Claro que la tengo -dijo-, y
me habló del flautista en los tiempos de la alborada y aquello de los secretos.
Adivinó que me hubiera
encantado conocer a su madre. Que nos parecíamos.
¿Por qué? No, no me lo dijo.
Contó de esa mujer que, siendo
todavía muy joven, partió hacia la frontera y enseñó a leer y escribir a los
niños de los países vecinos.
Que antes de morir quiso
estudiar medicina. Pero entonces ya no había más tiempo.
Me dijo que murió en el
ochenta y dos. Le dije que mi padre también murió en el ochenta y dos. Luego,
volvimos a hablar de las tardes en la escuela.
Le conté de las incontables
veces que lloraba por él.
Le dije que entonces sentía
pudor de trabajar en los puestos porque creía que él sentiría vergüenza de mí.
Me dijo que no me podía mirar,
pero de vergüenza de él.
(“Háblame, háblame con
dulzura/por favor, llévame a la cama/por favor, no tengo miedo”)*
Cuando aquella noche del tren
yo regresé llorando a casa, mi madre comentó que la vida era un gran laberinto
donde las personas solían perderse entre sí. Y después, no importa cuánto
tiempo haya pasado, podían volver a encontrarse.
Le conté. Sonrió. Dijo que mi
madre tenía razón.
* Roger Keith “Syd” Barret (Inglaterra, 1946-2006).
El destino (II)
No nos despedimos tampoco
aquella tarde. Como tantas veces, lamenté luego no aprovechar su estadía en la
ciudad para hablar de la vida y de la muerte, de los hombres hipócritas, de los
hermanos, de las islas, de los pájaros. A cambio de eso, retrocedimos asustados,
paralizados por esa mirada amadísima que se alejaba. Quizá en algún lugar
remoto del cerebro, o tal vez de su corazón, ese cuerpo podía sentir, como
nosotros, la intensidad paradojal de ese instante en que lo volvimos para
aliviar el dolor de las llagas. Oímos crujir esa piel, como un papel reseco.
Luego, quedó extendido y durmiente, y nosotros nos perdimos en la lluvia.
Ya no volví a verlos. Aachen
murió la tarde de febrero en que suelen festejar los enamorados. Yo lo supe en
el sueño, entonces estaba en el mar y no hice nada por regresar.
Después escribí tres cartas y
él no contestó ninguna. Entendí su silencio, y ya no volví a intentarlo. Cuando
está en la ciudad no desea verme. Y quizá sea mejor.
Desde el principio estaba
escrito que no volveríamos a reconocernos.
Textos del
libro La vida leve. Ediciones La
Carta de Oliver, noviembre 2014
Norma Etcheverry
La Plata, Buenos Aires, Argentina
Gracias por tu lectura, Claudia
ResponderEliminarSaludos cordiales
Analía
Gracias, por este viaje de poesía...
ResponderEliminarAgradezco tu lectura, Maby
EliminarSaludos cordiales
Analía
Textos que conmueven de manera sencilla, un gusto leerlos.
ResponderEliminarUn abrazo
Betty
Muy agradecida por tu lectura, querida Betty.
EliminarMi abrazo, mis mejores deseos
Analía