Las máscaras
Ese rostro del tiempo que se
parece al mío
maltrecho bosque de azuladas
venas
bajo la piel desesperada,
bosque de fino musgo nunca
hollado
ardiendo en la humareda de las
tardes,
pálida grieta absurda
que busca ciegamente la lisura
del beso,
la lozanía sin prisa de la
lluvia en los labios.
Ese rostro
tan mío y tan ajeno
el que sonríe en las fotografías
sobre un puente de piedras
milenarias
o llora en soledad junto a un
arcángel,
el remoto asesino de todos los
perdones,
el fabricante gris de los
olvidos
viejo hechicero, amigo de las
tramas secretas
inapresable huésped del espejo
que cambia a cada instante
siempre el mismo y distinto.
Argamasa de sangre, duda y
lágrimas,
mi rostro descarnado
¿deberé abandonarlo en una
esquina
una noche cualquiera, como una
máscara vacía?
¿Y todo aquel dolor, aquella
euforia,
los implacables odios o los
tiernos amores,
continuarán su danza en la
ceniza
o intentarán fundirse en otra
máscara?
La fiesta ha terminado. Cae la
noche.
Fluye el río hacia el mar con
dulce calma
o violento deseo.
En sus aguas se duerme la
ansiedad de las máscaras.
No perturbe un suspiro, ni un
latido siquiera
de sangre empecinada,
el más bello de todos los
silencios…
Horas solitarias
Las
horas solitarias
son
diminutas lágrimas de niebla
sobre
un cristal esmerilado.
Resbalan
sin cesar hacia la nada.
Se
unen a sí mismas
se
entrecruzan
se
aquietan, se estremecen
se
abrazan al silencio.
Se
convierten en ramas delicadas
en
formas misteriosas
en
fantasmas.
Una
mano de amor enjugaría
la
humedad de sus marcas y desvíos.
Una
palabra a tiempo,
un
soplo de alegría o de esperanza
cambiaría
su destino de caída,
convertiría
en capullos
sus
ramas descarnadas.
Pero
en tanto sean lágrimas de niebla,
las
horas solitarias
diminutas,
precisas,
seguirán
resbalando hacia el abismo
sobre
un turbio cristal esmerilado.
Un cántaro ciego
En el cántaro ciego de la noche
resuenan voces que acalló el
olvido.
Remota sinfonía de notas
discordantes,
latido de relojes infinitos.
El aullido de un perro
vagabundo,
temblor de hojas en el aire
tibio,
un estremecimiento de las cosas inertes
hace crujir el alma de los
muebles antiguos
y en la pálida luna del espejo
sombras furtivas claman contra
el vidrio.
En el cántaro ciego de la noche
con ancestral temor nos
sumergimos.
Es tan hueco y profundo…
No hay refugio
para albergar los sueños
fugitivos.
Flotamos sin caer.
Miedo y congoja,
como quien baja al fondo de un
abismo
y entre el negro silencio y la
distancia
vislumbra perturbado
la sombra de sí mismo.
Ana María Godoy
Banfield, Buenos Aires, Argentina
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