La fotografía
Sucedió
el día en que se había decidido a ordenar viejos papeles. Allí, entre facturas
de teléfono, tickets de supermercados, cartas amarillentas, estaba la
fotografía. Separó los papeles destinados al crematorio.
Evocó al releer algunas cartas, aquellas interminables esperas al
cartero, portador de buenas o malas nuevas. Y hasta se detuvo en algunos
telegramas de felicitación por algún cumpleaños o nacimiento. En el fondo de la
caja polvorienta, como refugiándose vaya uno a saber si de algún maleficio, el
trozo de cartulina color sepia parecía aguardarla.
Le
temblaron las manos al sostenerla. Se reconoció en aquella niña de piernas
flacas con una carterita de plástico en la mano. Y supo reencontrarse con los
primos Eulogia y Fernando, firmes al costado de su mamá, impecablemente vestida
y peinada a la moda de los años 50. Empezó a temblar al posar su mirada en la
pequeña Lucía, ubicada en medio de ella y la madre de ambas. Los enormes ojos
de Lucía se notaban asustados, su expresión no era placentera sino temerosa.
Ella supo de pronto que si todas las injusticias y maldades cometidas contra
ese cuerpito menudo se volvieran piedras cargadas en una mochila, llevaría
sobre sus hombros una montaña.
Hacía
mucho tiempo que no lloraba. Sus lágrimas se habían secado luego de tantos
golpes asestados por la vida, segados a través de decisiones equivocadas.
La
culpa, acechante y perversa no la dejaba dormir y le restaba fuerzas cada
amanecer cuando se disponía a enfrentar lo que vendría, en angustiosa y
doliente soledad. Sabía que los errores cometidos no tienen fecha de
vencimiento. Y los estaba pagando con elevados intereses.
La
fotografía había sido tomada por un fotógrafo ambulante en la plaza del pueblo,
un día hasta hoy desdibujado en la nebulosa de su memoria. Encontrarla hizo que
se agolparan de pronto los recuerdos, permitiéndole vislumbrar aquella tarde de
verano, la niñez, su incapacidad de amar, su vuelta una y otra vez a dar la
espalda a aquello que podía significar amor y felicidad, su embarque en
aventuras locas y mentirosas con un ego inmenso como bandera y su desinterés
haciendo trizas a quienes pudieron constituir su universo emocional.
Ella
sabe que está viviendo el tiempo de descuento. Y que tanto su madre, como
Eulogia, Fernando y la pequeña Lucía, no se han llevado su abrazo cuando
partieron hacia el puerto final de la travesía, dejándola sola e inerme sin
capacidad para afrontar las tormentas que aún debe sortear para alcanzarlos,
alguna vez, acaso.
Ella
cierra la caja de recuerdos. Quema los papeles inútiles y se lleva consigo la
tristeza, el tardío arrepentimiento, la melancolía que le llovizna esos retazos
del alma que todavía no se han convertido en hilachas. Pues no ceja en su
aprendizaje para hilvanarlos, para que no se acaben de romper.
Algún
vecino escucha un tango que se filtra, tenaz hasta alcanzarla:
“Contame tu condena
Decime tu fracaso
¿No ves la pena que me ha herido?
Y háblame simplemente
De aquel amor ausente
Tras un retazo del olvido
Ya sé que me hace daño
Yo sé que te lastimo
Llorando mi sermón de vino…”
Afuera es otoño y hace frío.
Alguien pasa silbando.
Cuento tomado
de Revista Literarte Nº 100, octubre
2017
Catalina Zentner Levin
Nació en Corrientes, Argentina. Actualmente reside en
Israel
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