jueves, 15 de noviembre de 2018

Catalina Zentner Levin


La fotografía

Sucedió el día en que se había decidido a ordenar viejos papeles. Allí, entre facturas de teléfono, tickets de supermercados, cartas amarillentas, estaba la fotografía. Separó los papeles destinados al crematorio.
Evocó al releer algunas cartas, aquellas interminables esperas al cartero, portador de buenas o malas nuevas. Y hasta se detuvo en algunos telegramas de felicitación por algún cumpleaños o nacimiento. En el fondo de la caja polvorienta, como refugiándose vaya uno a saber si de algún maleficio, el trozo de cartulina color sepia parecía aguardarla.
Le temblaron las manos al sostenerla. Se reconoció en aquella niña de piernas flacas con una carterita de plástico en la mano. Y supo reencontrarse con los primos Eulogia y Fernando, firmes al costado de su mamá, impecablemente vestida y peinada a la moda de los años 50. Empezó a temblar al posar su mirada en la pequeña Lucía, ubicada en medio de ella y la madre de ambas. Los enormes ojos de Lucía se notaban asustados, su expresión no era placentera sino temerosa. Ella supo de pronto que si todas las injusticias y maldades cometidas contra ese cuerpito menudo se volvieran piedras cargadas en una mochila, llevaría sobre sus hombros una montaña.
Hacía mucho tiempo que no lloraba. Sus lágrimas se habían secado luego de tantos golpes asestados por la vida, segados a través de decisiones equivocadas.
La culpa, acechante y perversa no la dejaba dormir y le restaba fuerzas cada amanecer cuando se disponía a enfrentar lo que vendría, en angustiosa y doliente soledad. Sabía que los errores cometidos no tienen fecha de vencimiento. Y los estaba pagando con elevados intereses.
La fotografía había sido tomada por un fotógrafo ambulante en la plaza del pueblo, un día hasta hoy desdibujado en la nebulosa de su memoria. Encontrarla hizo que se agolparan de pronto los recuerdos, permitiéndole vislumbrar aquella tarde de verano, la niñez, su incapacidad de amar, su vuelta una y otra vez a dar la espalda a aquello que podía significar amor y felicidad, su embarque en aventuras locas y mentirosas con un ego inmenso como bandera y su desinterés haciendo trizas a quienes pudieron constituir su universo emocional.
Ella sabe que está viviendo el tiempo de descuento. Y que tanto su madre, como Eulogia, Fernando y la pequeña Lucía, no se han llevado su abrazo cuando partieron hacia el puerto final de la travesía, dejándola sola e inerme sin capacidad para afrontar las tormentas que aún debe sortear para alcanzarlos, alguna vez, acaso.
Ella cierra la caja de recuerdos. Quema los papeles inútiles y se lleva consigo la tristeza, el tardío arrepentimiento, la melancolía que le llovizna esos retazos del alma que todavía no se han convertido en hilachas. Pues no ceja en su aprendizaje para hilvanarlos, para que no se acaben de romper.
Algún vecino escucha un tango que se filtra, tenaz hasta alcanzarla:

“Contame tu condena
Decime tu fracaso
¿No ves la pena que me ha herido?
Y háblame simplemente
De aquel amor ausente

Tras un retazo del olvido
Ya sé que me hace daño
Yo sé que te lastimo
Llorando mi sermón de vino…”

Afuera es otoño y hace frío. Alguien pasa silbando.


Cuento tomado de Revista Literarte Nº 100, octubre 2017

Catalina Zentner Levin
Nació en Corrientes, Argentina. Actualmente reside en Israel

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