La miraba
mientras…
se movía ágil,
dulce, graciosa, insinuante, hermosa, decididamente hermosa; pelo negro,
sonrisa blanca.
Todo su cuerpo
moviéndose gracioso, siguiendo esa música, con su contoneo, su girar sin pausa,
su risa, sus pies, apenas tocando el suelo.
Mis cuarenta y
pico, que no tenían nada que hacer en ese lugar, estaban pegados, pegados a ese
ondular gracioso y movedizo, cual sirena en el ponto, y deseando que me ataran
al palo mayor como al héroe griego, para no sumergirme en sus aguas y ondularme
con ella.
Y tomarla,
tomarla para mí, para siempre, sin temor, sin dolor, sin dudas, de mis cuarenta
y pico, de sus quizás apenas veinte.
Sus quizás apenas
veinte, y un incesante revolotear de alegría, entre ellos, entre sus
congéneres, los de su edad, los de su estilo, de su círculo, de sus códigos.
¿Y yo qué? ¿Yo
estaba ahí? ¿Estaba en ese lugar? ¿¡Qué hacía yo, en ese lugar!? En esa playa
junto a ese mar bravío que descargaba con furia sus voluptuosas olas.
Miraba y la
admiraba. ¡Todo! Su pelo negro, su remera, su pollerita corta, escasa, escasa,
apenas cubriendo; zapatillas blancas, con apenas medias; piernas armoniosas,
blancas, girando en esa pista, en ese lugar, donde yo, no tenía nada que hacer.
Se acercó.
¿Quizás se acercó? Quizás se dio cuenta que la miraba, quizás me sonrió, sonrió
a mis cuarenta, a mis cuarenta y pico y se sentó a mi lado, a mi lado. ¿O no? Quizás
no. Quizás bailó hasta desfallecer, ella de cansancio, yo de locura.
Vino a mi lado. ¿Vino? Se acercó sonriente,
sonrisa perlada; mientras esas luces extrañas giraban incesantes. Se acercó
serena, ondulante, graciosa, etérea, como la soñé, como siempre la soñé. Senos
turgentes, blancos, asomando casi libres de su remera. Se acercaba flotando, y
su sonrisa nívea, eterna.
Me tomó de la
mano. ¿Lo hizo? Tiró suavemente; la seguí, llevándome de su mano, tibia, suave,
para mí, para mis cuarenta, mis cuarenta y pico, ya gastados, ya doblados.
Giraba apenas su
cabeza y me miraba, mientras yo seguía, tomado de su mano, tibia, suave, única.
Sentía sus dedos, sus cinco dedos entre los míos, los cinco míos.
Caminamos.
¿Caminamos? Hasta ese lugar; arena, playa, mar, rumor de olas. Infinito rumor
de olas envolviéndolo todo, como un extraño éxtasis, como un extraño rito.
Me miró profundo,
desde su profundo azul… y sonrió…
¡Y me amó! ¡A mí,
a mis cuarenta y pico, con sus quizás apenas veinte! Con su piel blanca, sus
senos blancos. Todo su ondulante ser blanco, suave, dulce, tierno; sublime en
el fragor de su celo, de su calor, de su pelo negro, de sus quizás apenas
veinte, para mí, para mis cuarenta, para mis cuarenta y pico.
¿O no? Quizás no.
Quizás bailó hasta desfallecer, ella de cansancio, yo de locura…
Osvaldo Hueso
Morón, Buenos Aires, Argentina
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