-Puerto Rico, Misiones, Argentina-
Un día, un peón
Era una tarde de verano, plomiza, húmeda, agresiva.
El zumbido casi rabioso de los insectos voladores presagiaba
un temporal. De esos que acarrea a menudo el viento norte, en estas latitudes
argentinas de frontera.
Las horas pasaban lentas y pesaban en el ánimo amodorrado de
los peones, que aguardaban en el patio del patrón, hasta que éste decidiera
levantarse del catre siestero, para
autorizar el pago miserable, que cerraba el contrato verbal con la peonada.
Así terminó aquella jornada de tarefa agotadora, donde cada hombre daba de sí lo que podía, para juntar
unos pesos y, al volver a sus pagos, entregar a la patrona (algunos) el producto de la rutinaria tarea.
Otros daban una parte y el resto se lo perdían entre juegos
de azar, caipirinhas y alguna güaina joven, de esas que se inician
temprano en el negocio del amor de compra-venta, casi única forma de trabajo
para cierto sector marginal, en ciudades y pueblos afectados por la crisis
globalizada.
La noche se instaló de lleno endulzando el patio con fuerte
olor a jacarandá, en la casa de
citas, negocio propiciado por una cultura arcaica, sin alternativas de cambio;
y por la arraigada ignorancia y la miseria, a la sombra de un ambiente sin
destino de grandeza.
El Juan sabía
adónde iría a parar su jornal, apenas entibiado en el bolsillo trasero del vaquero, comprado esa misma mañana a
unas paseras.
Se alistó “de
domingo” esa noche, esmerándose un poco más que de costumbre en su aseo
personal.
Sus ojos mansos y oscuros se iluminaron al mirarse en el
trozo de espejo, que salvó de la basura tirada por la gringa de enfrente.
Leonida estrenaba uno nuevo, con marco dorado, recién
comprado en un “Todo x dos pesos”.
La había pescado
el otro día, mirándose las primeras arrugas con preocupación, la siesta que él
salió para hacer una changa. Ni
cuenta se dio. Tan absorbida estaba controlando cada línea que surcaba su
frente, con intenciones de atacar sus ilusiones de conquistar todavía algún
cincuentón. Muy pocos iban quedando libres en el pueblo.
El que se veía enfrente de sí lo miraba extrañado por tanta
pulcritud.
Es que se asombraba de sí mismo al advertir la diferencia
con el otro Juan, el de los ojos gastados por el acoso diario de un sol
recalcitrante, en cueros y con
aquellos retazos de pantalón agujereado por los fustazos de las pajas bravas,
que apenas lo cubrían del azote de la intemperie.
Éste que lo observaba, casi divertido, era muy diferente.
Tenía un aire de hombre ganado por el ansia de algo nuevo, merecedor de algún
instante de una sonrisa rumorosa, convocadora de magia, para animar sus pocas
horas de desvío, por un sendero de luces y sonidos encantadores, que le
hicieran creer que era posible modificar esa dureza irremediable de una cruel
existencia, despoblada de aquellas fantasías que mentía la tele.
Publicado en Taller
Museo Raíces. Puerto Rico, Misiones. Año 2000
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Osho
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