cada día.
Los conchos las llaman los dominicanos.
Quieren llevarte a cualquier parte
con un zumbido constante
por unos pesos ida y vuelta.
Más si te llevan a las playas,
sin casco, sin semáforos,
subiendo y bajando las cuestas
por los caminos de tierra
donde el cuerpo tiembla.
Tres o cuatro en una moto.
Sacos de patatas, cebollas, muebles
que los quiebran
y hasta un tobogán sujeto,
regalo de los vecinos
para Flores de Kiskeya,
la ONG que nos acoge.
* * *
Sin que fuera Navidad
de Papá Noel vestía.
Tampoco era Carnaval y
parecía Spiderman.
El calor no daba tregua
pero un chubasquero oscuro lo cubría,
incluso las manos y las rodillas.
Los más pequeños
no tenían nada que ponerse
de otros niños lejanos que
celebran fiestas y cumpleaños
con montones de regalos
de abuelos, tíos y amigos.
Los cuerpos al aire
saltando a la cuerda.
A la rayuela.
Al fútbol.
Otros con sus bidones-camiones
de inspiración casera.
O con un palo empujando una rueda.
Juegos de siempre.
Cantábamos haciendo palmas
chocando nuestras manos.
Los dedos sucios,
igual que sus naricillas.
Les limpiamos, les curamos las heridas.
Caras preciosas sonriendo
rodeadas por su pelo de artista:
trenzas, lazos, ganchos, cintas, abalorios…
¡Entrañable arcoiris infantil!
* * *
Había un hospital blanco y nuevo en
la República Dominicana.
Donde las vacas pastaban.
Donde no había agua a todas horas.
Tampoco jabón.
Ni otras cosas.
Donde trabajan los amigos de los amigos.
Criterios, opiniones distintas.
Cada uno decía.
Música en el móvil de las enfermeras.
Fuerte para que te animes.
Fuera la hora que fuera.
También visitan los oradores.
Para rezar por ti y tu familia.
Para que sanes.
Diferentes infecciones en la misma habitación y
te daban la mano a pesar de todo.
Allí estaba nuestro compañero voluntario con la amebiasis y
su mujer en su luna de miel acompañándole.
Estos poemas pertenecen al libro de la autora: Entre Dominica y Haití
Áurea López Quiles
Alicante, España
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