Recién al tercer día
de comenzar mis vacaciones
me quité cuidadosamente la máscara.
Miré en todas direcciones
antes de hacerlo,
por si alguno estaba allí.
El que verdaderamente soy me saludó agitando
su mano izquierda
porque su mundo es como un espejo.
Vacilé antes de hacerlo
y todavía aquí, con la mano derecha
correspondí a su gentileza anual.
No tuve tiempo de corregirme.
Su gentileza fue simular, como otras tantas veces,
desde hace años, que no había notado eso.
¿Estás bien?, dijo sonriendo,
¿qué tal las cosas todo este tiempo? agregó,
como si un picnic en ninguna parte nos hubiese reunido.
Ya ves, como hace décadas, repuse,
trabajando y soportándolo todo
para que sigas viviendo.
Gracias, fue todo lo que él dijo entonces,
y luego de dar media vuelta lo pensó mejor
y sumó a lo anterior:
faltan todos esos años que tú conoces
para que dejes de tener que soportar a los extraños
y podamos estar juntos para siempre.
Cuando llegue ese momento:
¿tú vendrás?
Si es posible, allí nos quedaremos juntos,
repliqué.
¿Para siempre?, insistió.
Si eso es posible, así será,
fue lo único que pude contestar.
Dejó de sonreír, yo lo vi,
aunque su último gesto
intentó disimularlo
Y se perdió en la arboleda de ninguna parte,
donde para la misma fecha, el año que viene,
intentaré encontrarlo.
Vodka del atardecer
Esa única moneda, de oro tan viejo,
se derrite pausadamente
sobre el horizonte
(como de costumbre) desesperando
de cuanto sucedió en el día.
Y en el vaso Stolichnaya
tan insípida, inodora y venida
del otro lado del mundo
refleja como un espejo
su amargor final, metáfora
de cuanto más allá de mi mano nos rodea.
Me trago el mundo
y en su sabor nada es una sorpresa:
¿pero cómo cada tarde no confirmar, por las dudas,
que ninguna cosa ha sido todavía del todo destruida?
La precaución obliga a los labios a comprobarlo,
la lengua asegura que la oscuridad que viene
será solamente momentánea,
pero el estómago rebelde siente caer
el peso de cuanto está más allá, tan frágil,
tan falto de cualquier certeza
como siempre.
La ingenua
Ella creía que la reflejaban los espejos
que era esos dedos que hurgaban en el rostro
las lentas mutaciones
que era su pulóver sus zapatos
lo que recordaba y lo olvidado
que era una guirnalda detrás suyo
que era su cabeza
que era sus amigas sus trabajos
un hombre en una esquina. Una mañana.
Las casas que habitó sus cuatro barrios
que era las que era tras el portón borroso de los sueños
que alcanzaba para ella el gentilicio
y la historia de un país incierto
el hambre la sed
o lo que amaba
Último poema tomado de https://www.poemas-del-alma.com
Luis Benítez
Buenos Aires, Argentina
Un revelador encuentro campestre el suyo, me ha encantado. Gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu lectura, Lúzbel.
ResponderEliminarMi abrazo