Las lluvias distintas
A veces los otoños venían lluviosos. Pero recién nos
dábamos cuenta como al descuido, al venir una llovizna que se encaramaba en el
aire, navegando nubarrones que estallaban como recibiendo una orden. Las gotas
pesadas como senos de agua caían sobre los patios de tierra, destruían los
jardines, martillaban los techos de chapa y ensabanaban oblicuamente
territorios que esperaban como una mujer acostada y desprevenida en la quietud
de los campos.
Refrescaba, pero no llegaba con el frío en los huesos
como en las jornadas de junio. Los mayores decían, como una buena noticia:
suerte que todavía es otoño, y uno poco sabía de esa certeza o ese derecho que
al parecer la experiencia les otorgaba.
Si la lluvia era copiosa nos salvábamos de la escuela.
Las calles de tierra se tornaban lodazales a los que solo podían atreverse los
carros, un caballo o un tractor impetuoso. Transitar las tres cuadras hasta la
escuela, sobre veredas de tierra, era una aventura que solo valía si era verano
y donde uno podía transitarlas descalzo, alpargatas en mano, y enjuagarse los
pies en esa honda cuneta de la placita pequeña vecina a la escuela. No sin
antes calzarse para entrar más prolijamente. Si el tiempo era frío mejor era un
par de botas o botines de cuero marca Patria, con la suela de madera. Fuera de
estas únicas opciones, quedaba el aburrimiento de la casa y mirar por la
ventana cómo la lluvia inundaba los patios y cómo los surcaban los alegres
sapos cuyos lomos brillaban verdosos, perfectos.
La lluvia también podía venir con vientos que dejaban en
las calles y los campos multitud de ramas quebradas que mutilaban los árboles,
con el consiguiente peligro para vehículo de presurosos viandantes.
Si era otoño o invierno, el escampe era triste, no podía
asomar uno las narices, solo comer tortas fritas, leer historietas o repasar
las lecturas de la escuela una y otra vez. Al anochecer cenaríamos y la orden
de ir a la cama era inminente. Si la lluvia duraba varios días, era el tedio.
En cambio, si era verano, el luminoso verano en que reinaban esas lluvias
copiosas, donde estallaban los relámpagos antes del arco iris conciliador y
gustoso, la barra esperaba en ese cruce de dos zanjones que desaguaban en la
última calle del pueblo hacia el campo. Allí comenzarían las carreras de
barquitos de papel de diario, ora serían las goletas del Corsario negro, ora la
lancha victoriosa de Langostino, las que se aventuraban en esa agua procelosa
que simulaba un río para la mente maravillada de esos niños descalzos en un
punto concreto y perdido de la gran llanura que estaba sembrada de trigo, cuyas
espiguitas esperaban anhelantes la brisa suave que seguía a esa tormenta de
verano.
La brisa que llevaba muy lejos los sueños de esos niños
que un día partieron para nunca volver.
Cuento publicado
en Rosario12, Septiembre de 2016
Jorge Isaías
Rosario, Santa Fe, Argentina
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