viernes, 16 de agosto de 2019

Lila Levinson

La Bobe Rebeca

Los grandes muertos son inmortales: no mueren nunca.
Nicolás Guillén

Los viernes, antes de que aparezca la primera estrella, la madre se pone un pañuelo blanco y prende las siete velas del candelabro mientras murmura una oración en hebreo. El pan es el alimento principal y la sal es el símbolo del valor de lo escaso y lo lujoso. La madre ofrece estos dones a un amigo que arriba a la “isbá”. Es la cortesía con los invitados. Él visitante comenta que llegan rumores de que Rusia ha entrado en guerra con Japón. Nicolás II domina toda la tierra rusa y también la Besarabia amada. Mil novecientos cuatro es un año importante para la joven hija; pronto cumplirá quince. Sabe leer y escribir como todos los hermanos. Para el padre es básico que los hijos sepan. Les enseña historia y geografía. En la casa hay libros. La consigna es leer y aprender.
La guerra con los turcos existió antes que Rebeca naciera. Su padre los orienta sobre los costos crueles de las guerras. Comenta que en 1812 había finalizado la guerra con los turcos. Por aquel entonces el Imperio otomano cedió la parte oriental del principado de Moldavia al Imperio ruso. La región fue llamada Besarabia. Otra guerra de independencia rumana había estallado en 1877; cedieron la parte meridional de Besarabia nuevamente a Rusia. Empiezan acciones antisemitas.
Los mayores de la familia charlan sobre emigrar, no queda otro camino.
Como es la costumbre Rebeca debe ir al bosque cercano a juntar leña para la salamandra. Parece que el mundo estuviese detenido. El bosque silencioso y la bruma que nace desde la tierra helada, hacen estremecer su cuerpo. Busca leña para la cocina, eternamente encendida. Desde la lomada alcanza a divisar la chacra. Le da seguridad mirar las hileras de verduras, los desnudos árboles frutales, las vacas y ovejas. La soldadesca aún no había incursionado hasta esos campos, pero el temor y el peligro eran una constante. Amontona las ramas secas apresuradamente; después vendrá su hermano a recogerlas.
De pronto el galope sobre el bosque semeja un rugir de bestias salvajes. La niña corre para llegar a la casa, los pies vuelan, pero no basta. Mucho antes la alzan sobre un caballo. Sobre las hojas de pino, la nieve sucia con sangre, excrementos de caballos, sudor de pesadilla. La muchacha pierde la batalla contra las hordas que invaden la estremecida tierra partida en pedazos sumergida en un desamparo irreparable.
Me despertó el ruido de una rama que porfiaba contra el cristal de la ventana. Un trozo de cielo se metió en mi cama. Recordé que era verano y mamá nos dejaba en la finca de los abuelos a pasar las vacaciones. Plenitud de manzanos, durazneros, nogales, ciruelos e hileras de uva. Un bosque de sabores que, cuando niños, comíamos a hurtadillas hasta llenarnos la barriga; después parecíamos fantasmas por las diarreas que debilitaban hasta las ganas de jugar. Nos divertíamos persiguiendo a los patos, andando a caballo o descolgándonos de las ramas del sauce al arroyo fresco gritando como Tarzán al que escuchábamos todas las tardes por la radio. Jugar en la calle de arena, que alguna vez fue un río, era fascinante. Por ella sólo circulaban paisanos a caballo, algún Ford 40 que iba a las fincas y los sulkies conducidos por cualquier miembro de las familias para hacer mandados o compras en la Villa de San Carlos.
El año 1950 era para nosotros una aventura distinta cada día. La Bobe se reía cuando escuchaba nuestros diálogos inventados. Su mirada envuelta en azul, me sorprendía porque estaba húmeda de lágrimas que rápidamente secaba con el pañuelo. Doña Dionisia, una mujer que siempre estuvo con los abuelos, ordeñaba a la Blanca. El ternero, hambriento y glotón, arremetía contra las ubres con el morro impaciente. La Bobe nos hacía ollas de arroz con leche y después nos “tiraba el cuero” en ayunas para curar el empacho provocados por tantos desarreglos. ¿Cómo aprendiste, Bobe, si vos sos rusa y esto sólo lo conocen los criollos? Entonces, de nuevo la mirada se volvía extraña, fruncía la boca con un gesto habitual, mientras la mano arrasaba los rulos de la frente, barriendo recuerdos para nosotros ignorados. Es cuestión de práctica, nada más, “ingale”, las manos que curan no tienen raza ni religión. Un té de manzanilla silvestre con azúcar quemada y a correr de nuevo.
Cuando Aaron andaba por los doce y yo por los catorce, la edad en que los chicos no saben demasiado, hablábamos en voz baja de nuestras fantasías, deseos y curiosidades. Hacíamos travesuras, como incursionar en la cocina, donde los frascos de dulce temblaban ante nuestro saqueo. Meterle sapos en la cama a doña Dionisia. Escuchar sus gritos era también una gran diversión. Con mi hermano observábamos por la ventana a la Felisa cuando se desvestía; ver los senos de pezones oscuros, casi tan oscuros como el pubis y, sobre todo, saber que ella conocía nuestras miradas de incendio, produjeron los primeros movimientos agitados de las manos en el sexo imaginando los túneles secretos de la Felisa y nosotros en el interior. En la mañana, la muchacha, al servirnos la leche con torrejas de pan recién horneado y manteca batida por ella misma, se reía fuerte. El olor a jabón del cuerpo se mezclaba con la voz pícara preguntando si habíamos dormido bien, mientras rozaba nuestras caras con pechos juguetones.
La Bobe había llegado en el año doce a la Argentina con los padres, hermanos, primos y tíos. Escapaban de las guerras continuas de Rusia; había estallado la de los Balcanes y ya se sabía de una gran contienda mundial. Embarcaron junto a otras familias del mismo pueblo. Rebeca, entonces, era una joven delgada y rubia con esa mirada que semejaba una hoguera ocultando razones. El pelo rizado y rebelde le caía en la frente, que siempre apartaba con ademán enérgico. En el barco, las familias arreglaron el matrimonio con el abuelo que también se alejaba del caos, de ser reclutado y servir, no se sabía por entonces, a cuál ejercito.
Los amigos que habían arribado años antes los esperaron para llevarlos al campo, a lo que conocían: la chacra. Compraron unas hectáreas con viñedos y árboles frutales, algunas vacas, caballos y aves. Aquel lugar les recordaba a Besarabia, tierra atrapada, envuelta por sauces, álamos y un sol dorado. La finca mendocina se transformó en el rostro benigno de algo merecido. Se convirtieron en dos criollos más, con raro acento extranjero.
El hogar se completó con los hijos que, al crecer, tomaron cada uno su propio rumbo. Ninguno quiso quedarse con los viejos. Mucho menos cuando formaron sus propias familias. Al nacer nosotros se completó el circuito de la existencia.
En las noches encendían una gran fogata en el enorme patio de tierra de la finca; allí se arremolinaban los peones, los chicos y algún vecino que venía a caballo cubierto con varias grapas. Del aljibe sacaban el agua para el mate, nosotros no podíamos acercarnos: “es peligroso, en el fondo oscuro vive un ser que es quien llena el balde y se come a los niños”. El mate pasaba de mano en mano mientras se esperaba el asado. Los abuelos se habían adaptado a los sabores extraños y nuevos. Era el momento en que a la Bobe le brotaban los recuerdos. La luz y el humo de la fogata creaban una atmósfera hechizada. Las miradas, igual que ríos cruzados, se clavaban en su boca. Contaba de los campos cultivados a pesar de tantas guerras, de la gente, de la infancia, pero a veces se quedaba tan callada que nos asustaba sin comprender por qué. La Bobe era un enigma.
La Bobe preparaba comidas con toque europeo y canto de tonadas, no podían ser más exóticas y deliciosas. Las nueras, algunas cristianas y otras judías, le preguntaban por sus recetas; ella, sonriendo, respondía en ruso, así nadie entendía. Mi hermana Ruth fue la única que aprendió ese idioma tan extraño para nosotros. A los varones no se nos permitía entrar en ese mundo secreto donde Ruth y la Bobe manejaban frascos con hierbas y salsas. El humo que salía de las ollas sugería menjunjes de brujas. Ambas tenían la misma expresión de misterio cuando salían anunciando que el almuerzo estaba listo. Sabíamos que no sólo hablaban de comidas, la abuela le contaba mucho más a mi hermana. Nos sentábamos alrededor de la gran mesa rústica que jamás perdió el aroma de la madera lijada. El verano era la época en que nos reuníamos primos y tíos. Mi abuelo, después de comer, nos cantaba en ruso y en idish.
Con nuestro crecimiento aumentaron también los estudios. No fuimos a la finca por varias temporadas, la única que lo hacía era Ruth. Cuando regresaba le preguntábamos por los abuelos, pero Ruth hablaba poco y nosotros no insistíamos. Por entonces mi hermana decidió irse a vivir con los viejos. Era algo esperado. La tierra reclama legítimos herederos para que guarden sus entrañas.
Casi centenaria murió la Bobe. La enterraron como ella deseaba, al lado del Yeye, entre cipreses y lápidas con la estrella de David.
Después del sepelio mi hermana mostró fotos en distintas etapas de sus vidas; tratando de prolongar el espíritu que tuvieron, como si aquellos rostros nos pudiesen decir qué había detrás de la muerte. En una de las fotos estaba la Bobe en la cubierta del barco, su pelo rubio recogido en un rodete. No sonreía; la mirada extraviada tal vez evocaba lo que había dejado o lo que le habían arrancado. Miré a mi hermana: el parecido con la Bobe era increíble, hasta los cabellos rizados como los de ella y que siempre intentaba retirar de la frente. Ruth empezó a cantar en ruso aquellas canciones desterradas de los abuelos. Todo volvió a mi mente. La infancia, la adolescencia y el dolor de no haberlos disfrutado más. Continuamos mirando las fotografías, una de ellas tenía atrás una cartulina algo despegada que nos intrigó. Cuidadosamente retiramos aquella cubierta, hasta que descubrimos entre la foto y la cartulina un papel amarillento. La abuela le escribía a alguien una carta que jamás envió. Ruth empezó a traducir las líneas que se notaban: “...casi todas las noches sueño con aquellos soldados que me arrastraron por las trenzas. Las babas y los alientos me cubren otra vez lacerando mi carne y mi juventud. Esa tarde enlutada, sentí un frío extraño que superaba todos los fríos de la estepa rusa. Sé que gritaba pero no me oían, quería limpiarme esa mugre, pero no soltaban mis brazos crucificados. Aún siento aquellos dedos hundidos por todo mi cuerpo, mi mente no podía entender esa atrocidad. Tengo en mi nariz el olor de la nieve sucia y de las hojas de los pinos que se adherían a mi falda levantada. Te acuerdas, Sara, la cara de todos cuando regresé abrumada por el espanto. Observaron mi ropa ensangrentada y sólo atinaron a decirme que no debía hablar, que lo olvidara, sino no me casaría y entonces qué sería de mí y de mi familia. Ahora estoy acá y…”. Las palabras siguientes estaban desteñidas, desdibujadas.
Decidí alejarme para siempre del aquel lugar; pertenecía a una existencia anterior. Aquella noche soñé con la Bobe. Tenía puesto un vestido de colores y el pañuelo que siempre sujetaba su cabello; me hablaba en ruso y yo le entendía; sentí el perfume de la piel y de la mano posada sobre la mía.
Un amanecer ensangrentado por los rayos de un sol de verano me apuró a salir. Besé a mi hermana, subí al auto y antes de entrar en la curva me detuve para mirar hacia atrás desamarrando la juventud pasada. Sentí un escalofrío; la luz del alba me mostró a mi hermana igual a mi abuela, en la galería, a la sombra, meciéndose en la hamaca saludándome con la mano. Supe entonces que ella cerraba el círculo. Era la sobreviviente de una historia cuyo final había quedado en viejas fotos y en una carta sin enviar.
A mi hija la llamé Rebeca. Todos deben recibir un apelativo con significado cuando nacen. Pensamos que era un buen nombre por aquella Bobe que desbordó los mejores días de nuestra infancia con juegos, secretos, amor y la superación del pasado sin alimentar las pesadillas para que no la dominaran.
Insondable es el destino de la nueva Rebeca. Cómo un gran árbol que cada año las ramas y hojas dan más sombra. En mi hija, rondan fragmentos de genes de cada uno de nosotros.
Mientras tanto el tiempo seguirá su marcha sin pedir permiso.


Primera Mención de honor, concurso literario Universidad Juan Agustín Maza (2003)

Lila Levinson

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