La Bobe Rebeca
Los
grandes muertos son inmortales: no mueren nunca.
Nicolás Guillén
Los viernes, antes de que
aparezca la primera estrella, la madre se pone un pañuelo blanco y prende las
siete velas del candelabro mientras murmura una oración en hebreo. El pan es el
alimento principal y la sal es el símbolo del valor de lo escaso y lo lujoso.
La madre ofrece estos dones a un amigo que arriba a la “isbá”. Es la cortesía
con los invitados. Él visitante comenta que llegan rumores de que Rusia ha
entrado en guerra con Japón. Nicolás II domina toda la tierra rusa y también la
Besarabia amada. Mil novecientos cuatro es un año importante para la joven
hija; pronto cumplirá quince. Sabe leer y escribir como todos los hermanos.
Para el padre es básico que los hijos sepan. Les enseña historia y geografía.
En la casa hay libros. La consigna es leer y aprender.
La guerra con los turcos
existió antes que Rebeca naciera. Su padre los orienta sobre los costos crueles
de las guerras. Comenta que en 1812 había finalizado la guerra con los turcos.
Por aquel entonces el Imperio otomano cedió la parte oriental del principado de
Moldavia al Imperio ruso. La región fue llamada Besarabia. Otra guerra de
independencia rumana había estallado en 1877; cedieron la parte meridional de
Besarabia nuevamente a Rusia. Empiezan acciones antisemitas.
Los mayores de la familia
charlan sobre emigrar, no queda otro camino.
Como es la costumbre Rebeca debe ir al bosque cercano a juntar
leña para la salamandra. Parece que el mundo estuviese detenido. El bosque
silencioso y la bruma que nace desde la tierra helada, hacen estremecer su
cuerpo. Busca leña para la cocina, eternamente encendida. Desde la lomada
alcanza a divisar la chacra. Le da seguridad mirar las hileras de verduras, los
desnudos árboles frutales, las vacas y ovejas. La soldadesca aún no había
incursionado hasta esos campos, pero el temor y el peligro eran una constante.
Amontona las ramas secas apresuradamente; después vendrá su hermano a recogerlas.
De pronto el galope sobre el bosque semeja un rugir de bestias
salvajes. La niña corre para llegar a la casa, los pies vuelan, pero no basta.
Mucho antes la alzan sobre un caballo. Sobre las hojas de pino, la nieve sucia
con sangre, excrementos de caballos, sudor de pesadilla. La muchacha pierde la
batalla contra las hordas que invaden la estremecida tierra partida en pedazos
sumergida en un desamparo irreparable.
Me despertó el ruido de una rama que porfiaba contra el
cristal de la ventana. Un trozo de cielo se metió en mi cama. Recordé que era
verano y mamá nos dejaba en la finca de los abuelos a pasar las vacaciones.
Plenitud de manzanos, durazneros, nogales, ciruelos e hileras de uva. Un bosque
de sabores que, cuando niños, comíamos a hurtadillas hasta llenarnos la
barriga; después parecíamos fantasmas por las diarreas que debilitaban hasta
las ganas de jugar. Nos divertíamos persiguiendo a los patos, andando a caballo
o descolgándonos de las ramas del sauce al arroyo fresco gritando como Tarzán
al que escuchábamos todas las tardes por la radio. Jugar en la calle de arena,
que alguna vez fue un río, era fascinante. Por ella sólo circulaban paisanos a
caballo, algún Ford 40 que iba a las fincas y los sulkies conducidos por
cualquier miembro de las familias para hacer mandados o compras en la Villa de
San Carlos.
El
año 1950 era para nosotros una aventura distinta cada día. La Bobe se reía
cuando escuchaba nuestros diálogos inventados. Su mirada envuelta en azul, me
sorprendía porque estaba húmeda de lágrimas que rápidamente secaba con el
pañuelo. Doña Dionisia, una mujer que siempre estuvo con los abuelos, ordeñaba
a la Blanca. El ternero, hambriento y glotón, arremetía contra las ubres con el
morro impaciente. La Bobe nos hacía ollas de arroz con leche y después nos
“tiraba el cuero” en ayunas para curar el empacho provocados por tantos
desarreglos. ¿Cómo aprendiste, Bobe, si
vos sos rusa y esto sólo lo conocen los criollos? Entonces, de nuevo la
mirada se volvía extraña, fruncía la boca con un gesto habitual, mientras la
mano arrasaba los rulos de la frente, barriendo recuerdos para nosotros
ignorados. Es cuestión de práctica, nada
más, “ingale”, las manos que curan no tienen raza ni religión. Un té de
manzanilla silvestre con azúcar quemada y a correr de nuevo.
Cuando Aaron andaba por los doce y yo por los catorce, la edad
en que los chicos no saben demasiado, hablábamos en voz baja de nuestras
fantasías, deseos y curiosidades. Hacíamos travesuras, como incursionar en la
cocina, donde los frascos de dulce temblaban ante nuestro saqueo. Meterle sapos
en la cama a doña Dionisia. Escuchar sus gritos era también una gran diversión.
Con mi hermano observábamos por la ventana a la Felisa cuando se desvestía; ver
los senos de pezones oscuros, casi tan oscuros como el pubis y, sobre todo,
saber que ella conocía nuestras miradas de incendio, produjeron los primeros
movimientos agitados de las manos en el sexo imaginando los túneles secretos de
la Felisa y nosotros en el interior. En la mañana, la muchacha, al servirnos la
leche con torrejas de pan recién horneado y manteca batida por ella misma, se
reía fuerte. El olor a jabón del cuerpo se mezclaba con la voz pícara
preguntando si habíamos dormido bien, mientras rozaba nuestras caras con pechos
juguetones.
La Bobe había llegado en el año doce a la Argentina con los
padres, hermanos, primos y tíos. Escapaban de las guerras continuas de Rusia;
había estallado la de los Balcanes y ya se sabía de una gran contienda mundial.
Embarcaron junto a otras familias del mismo pueblo. Rebeca, entonces, era una
joven delgada y rubia con esa mirada que semejaba una hoguera ocultando
razones. El pelo rizado y rebelde le caía en la frente, que siempre apartaba
con ademán enérgico. En el barco, las familias arreglaron el matrimonio con el
abuelo que también se alejaba del caos, de ser reclutado y servir, no se sabía
por entonces, a cuál ejercito.
Los amigos que habían arribado
años antes los esperaron para llevarlos al campo, a lo que conocían: la chacra.
Compraron unas hectáreas con viñedos y árboles frutales, algunas vacas,
caballos y aves. Aquel lugar les recordaba a Besarabia, tierra atrapada,
envuelta por sauces, álamos y un sol dorado. La finca mendocina se transformó
en el rostro benigno de algo merecido. Se convirtieron en dos criollos más, con
raro acento extranjero.
El hogar se completó con los
hijos que, al crecer, tomaron cada uno su propio rumbo. Ninguno quiso quedarse
con los viejos. Mucho menos cuando formaron sus propias familias. Al nacer
nosotros se completó el circuito de la existencia.
En las noches encendían una
gran fogata en el enorme patio de tierra de la finca; allí se arremolinaban los
peones, los chicos y algún vecino que venía a caballo cubierto con varias
grapas. Del aljibe sacaban el agua para el mate, nosotros no podíamos
acercarnos: “es peligroso, en el fondo
oscuro vive un ser que es quien llena el balde y se come a los niños”. El
mate pasaba de mano en mano mientras se esperaba el asado. Los abuelos se
habían adaptado a los sabores extraños y nuevos. Era el momento en que a la
Bobe le brotaban los recuerdos. La luz y el humo de la fogata creaban una
atmósfera hechizada. Las miradas, igual que ríos cruzados, se clavaban en su
boca. Contaba de los campos cultivados a pesar de tantas guerras, de la gente,
de la infancia, pero a veces se quedaba tan callada que nos asustaba sin
comprender por qué. La Bobe era un enigma.
La Bobe preparaba comidas con
toque europeo y canto de tonadas, no podían ser más exóticas y deliciosas. Las
nueras, algunas cristianas y otras judías, le preguntaban por sus recetas;
ella, sonriendo, respondía en ruso, así nadie entendía. Mi hermana Ruth fue la
única que aprendió ese idioma tan extraño para nosotros. A los varones no se
nos permitía entrar en ese mundo secreto donde Ruth y la Bobe manejaban frascos
con hierbas y salsas. El humo que salía de las ollas sugería menjunjes de
brujas. Ambas tenían la misma expresión de misterio cuando salían anunciando
que el almuerzo estaba listo. Sabíamos que no sólo hablaban de comidas, la abuela
le contaba mucho más a mi hermana. Nos sentábamos alrededor de la gran mesa
rústica que jamás perdió el aroma de la madera lijada. El verano era la época
en que nos reuníamos primos y tíos. Mi abuelo, después de comer, nos cantaba en
ruso y en idish.
Con nuestro crecimiento
aumentaron también los estudios. No fuimos a la finca por varias temporadas, la
única que lo hacía era Ruth. Cuando regresaba le preguntábamos por los abuelos,
pero Ruth hablaba poco y nosotros no insistíamos. Por entonces mi hermana
decidió irse a vivir con los viejos. Era algo esperado. La tierra reclama
legítimos herederos para que guarden sus entrañas.
Casi
centenaria murió la Bobe. La enterraron como ella deseaba, al lado del Yeye,
entre cipreses y lápidas con la estrella de David.
Después del sepelio mi hermana
mostró fotos en distintas etapas de sus vidas; tratando de prolongar el
espíritu que tuvieron, como si aquellos rostros nos pudiesen decir qué había
detrás de la muerte. En una de las fotos estaba la Bobe en la cubierta del
barco, su pelo rubio recogido en un rodete. No sonreía; la mirada extraviada
tal vez evocaba lo que había dejado o lo que le habían arrancado. Miré a mi
hermana: el parecido con la Bobe era increíble, hasta los cabellos rizados como
los de ella y que siempre intentaba retirar de la frente. Ruth empezó a cantar
en ruso aquellas canciones desterradas de los abuelos. Todo volvió a mi mente.
La infancia, la adolescencia y el dolor de no haberlos disfrutado más.
Continuamos mirando las fotografías, una de ellas tenía atrás una cartulina
algo despegada que nos intrigó. Cuidadosamente retiramos aquella cubierta,
hasta que descubrimos entre la foto y la cartulina un papel amarillento. La
abuela le escribía a alguien una carta que jamás envió. Ruth empezó a traducir
las líneas que se notaban: “...casi todas las noches sueño con aquellos
soldados que me arrastraron por las trenzas. Las babas y los alientos me cubren
otra vez lacerando mi carne y mi juventud. Esa tarde enlutada, sentí un frío
extraño que superaba todos los fríos de la estepa rusa. Sé que gritaba pero no
me oían, quería limpiarme esa mugre, pero no soltaban mis brazos crucificados.
Aún siento aquellos dedos hundidos por todo mi cuerpo, mi mente no podía
entender esa atrocidad. Tengo en mi nariz el olor de la nieve sucia y de las
hojas de los pinos que se adherían a mi falda levantada. Te acuerdas, Sara, la
cara de todos cuando regresé abrumada por el espanto. Observaron mi ropa
ensangrentada y sólo atinaron a decirme que no debía hablar, que lo olvidara,
sino no me casaría y entonces qué sería de mí y de mi familia. Ahora estoy acá
y…”. Las palabras siguientes estaban desteñidas, desdibujadas.
Decidí alejarme para siempre
del aquel lugar; pertenecía a una existencia anterior. Aquella noche soñé con
la Bobe. Tenía puesto un vestido de colores y el pañuelo que siempre sujetaba
su cabello; me hablaba en ruso y yo le entendía; sentí el perfume de la piel y
de la mano posada sobre la mía.
Un amanecer ensangrentado por
los rayos de un sol de verano me apuró a salir. Besé a mi hermana, subí al auto
y antes de entrar en la curva me detuve para mirar hacia atrás desamarrando la
juventud pasada. Sentí un escalofrío; la luz del alba me mostró a mi hermana
igual a mi abuela, en la galería, a la sombra, meciéndose en la hamaca
saludándome con la mano. Supe entonces que ella cerraba el círculo. Era la
sobreviviente de una historia cuyo final había quedado en viejas fotos y en una
carta sin enviar.
A mi hija la llamé Rebeca.
Todos deben recibir un apelativo con significado cuando nacen. Pensamos que era
un buen nombre por aquella Bobe que desbordó los mejores días de nuestra
infancia con juegos, secretos, amor y la superación del pasado sin alimentar
las pesadillas para que no la dominaran.
Insondable es el destino de la
nueva Rebeca. Cómo un gran árbol que cada año las ramas y hojas dan más sombra.
En mi hija, rondan fragmentos de genes de cada uno de nosotros.
Mientras tanto el tiempo
seguirá su marcha sin pedir permiso.
Primera Mención
de honor, concurso literario Universidad Juan Agustín Maza (2003)
Lila Levinson
Precioso relato !
ResponderEliminarGracias por tu lectura, Beatriz.
EliminarCordiales saludos y mis mejores deseos
Analía