El tango y el flamenco
En una plaza de Sevilla, y
algunos afirman que fue en la de Santa Marta, se encontraron finalmente el
tango y el flamenco. Se dice que fue al anochecer en un día de limpia primavera.
La gente era poca pues acontecía algún evento político o deportivo que,
nuestros personajes, disfrutaban ignorándolo. En uno de sus árboles de tronco
fino se hallaba ella, reposada, y era una andaluza bien morena y en vestido al
rojo vivo; y sus ojos eran tan grandes como la rosa que llevaba en su cabello,
y esos ojos perfumaban aún más aquello que veían. En otro de los árboles se
hallaba él, como escondiéndose pero sabiéndose que era bien visto, un porteño
rubio de traje negro y de sombrero gris, en concordancia con la flor que
llevaba en el bolsillo del frente de su saco audaz.
Se miraban sin disimulo y sin
ocultar el sudor de sus frentes, un poco por el calor y otro tanto por el furor
de ese encuentro. Se oía una canilla repiquetear en una de las esquinas
agregándole tensión, y desde una ventana estirada zapeaba fuertemente una
guitarra protestando la indecisión de la velada. Una pareja pasó tomada del
brazo interrumpiendo la escena, y presintiendo lo que se avecinaba, aceleraron
su andar sin osar mirar a ninguno de ellos a los ojos ni hacer comentario
alguno. Porque podía sentirse que el tango agazapado estaba por tomar a su
presa, esa mujer flamenca que comenzaba a extender los brazos como si quisiera
tocar las estrellas entrelazándolos en el tronco del árbol. Mientras, el
tanguero tomándose de su árbol, se asomaba por un lado y por el otro, una y
otra vez, sin decidirse por cuál flanco y con qué velocidad, finalmente,
atacar.
Ella seguía seduciendo al
tronco del árbol y moviendo y golpeando el aire con sus caderas; mirando el
cielo que ya se hacía de bella noche. Pero en repentina decisión bajó la
mirada, e inclusive bajó el mentón, para mirarlo fijo y en desafío a ese hombre
que ya comenzaba a deslizarse en paso cabrío sobre el empedrado, y era como si
las miradas de ambos hubieran sido atrapadas por los hilos del deseo. Y los dos
se negaron a parpadear siquiera.
Con la mano izquierda
saludando con el sombrero y con la otra mano en la cintura. El varón se acercó
hasta desplegar su mano derecha muy a punto de tocarla. Ella bajó sus brazos
dejando su mano izquierda dibujando corazones en el centro de su pecho y le
entregó la otra mano para poder ser guiada adonde él quisiera. Así el tango la
arrimó a sus brazos para sujetarla por la espalda y en el mismo movimiento, ahí
mismo, intentó besarla.
El flamenco se negó a ser
besado, y la mujer se escabulló con gracia y comenzó a zapatear y hacer flamear
su falda mientras rodeaba al hombre como cual presa que tiene la oportunidad de
volverse -por unos momentos- quien caza. Entonces los dos comenzaron a girar
sobre sí mismos, ella golpeándole con la falda, y él saludándola con el
sombrero en cada ocasión que coincidían sus miradas, que también era cuando
maullaba una gata en celo en el tejado enfrentado de donde salía la música de
la guitarra.
Entre la melodía y el baile
ella decidió preguntar:
-¿Qué hace y quién de
precisos ademanes, y en buen porte de bailaor, venir desde lejanos
mares, sin importarle mi nombre y pidiendo amor?
-Ya me perdonará tras esta
noche muy atrevida, que por buscar lo que hace mucho yo deseo, que son pocas
las veces en esta que es mi vida, que cuando dos danzas se baten a amor digo
que es lo mismo decir que a duelo.
-¿Ah, sí? Yo que soy todo
vida y buen lamento, todo el color y la gran fiesta, tengo del pueblo su
antiguo gesto, y de Dios nos llega la sutileza.
-Por ello me verás
presentarme de negro, porque traigo el llanto y contengo aún el sueño, de
jugarme con mi poesía entero, y me digas que en el amor seré tu dueño.
Estando de espaldas parecían
hablar, estando frente a frente simulaban ignorarse. En el ambiente había
histeria de teatro, sexo contenido que dirigía la tensión, respeto en cada
movimiento del baile. El vestido del flamenco encendía la noche, y el negro del
traje servía de escondite para las fantasías que iban generándose. El flamenco
avivaba a las estrellas y el tango perfumaba de intenciones a las flores. Ambos
eran la vida y la muerte, la euforia y el llanto, que si coincidían en vida el
taconeo el movimiento era más fuerte; que si coincidían en el miedo a la
muerte, el movimiento era un temblor estremecido provocado por las fragilidades
que en el amor yacen expuestas.
-Me dicen tango y por
tal he amado bien y por tal he amado mal. Si soy el tango es porque doy la vida
en cada suspiro, siempre encarnando todos los sentimientos que me animan. Si
voy de negro es porque no la he tenido fácil y tuve que aprender a improvisar,
y porque aún tras la noche del más certero amor, siempre se corre el riesgo, de
que a uno, le rompan en mil pedazos el corazón.
-Me dicen flamenco y por tal
he amado bien y por tal he amado mal. Si soy el flamenco es porque entrego mi
vida en cada suspiro, porque no hay medias tintas en esta inspiradora
expresión. Si voy de colores vivos es porque he dejado el pasado atrás y
siempre hay un mejor día que añorar, y porque aún cuando no me convenga el
desamor, hay de sobra corazón para volverlo, una y otra vez, a intentar.
Girando sobre sí mismos y
dibujando entre los dos siluetas diversas llegó el momento en que él la
provocó, cuando llegó el momento que ella calculó, que los dos quedaron frente
a frente con los labios separados por el grosor que tiene el pétalo de una
flor. La guitarra tomando nota de lo que sucedía entremezclaba acordes del
flamenco con los del tango.
El tango y el flamenco se
besaron ese día.
Ese beso se alargó y la
guitarra se retiró. Ese beso no se detenía y las luces se apagaron. Sólo las
estrellas y el repiqueteo del agua acompañaban la cita. Y el maullar
enloquecido de esa gata les auguraba algo más que un beso que nos entrega
algunas veces el azar.
El tango y el flamenco se
besaron ese día, que fue noche, que fue duelo, que fue todo lo que es vivo, que
fue todo por lo que se muere, en una plaza de Sevilla, y tal vez fuera en Santa
Marta un día.
Spalatvs MMXVIII
Tin Bojanic
Split, Croacia
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