El
bocado
Sentado frente al televisor, el “chueco” García miraba
ensimismado las imágenes del clásico Boca-River en aquella fría tarde de
domingo del mes de junio. En el almuerzo había comido poco, pues la carne del
asado no estaba muy tierna, de manera que, después de la siesta, se levantó con
hambre y ahora tenía a su lado el mate y medio pan francés.
El “chueco” era “hincha” fanático de River, que
hasta ese momento ganaba escasamente
Estaba solo, la mujer había llevado a los chicos a
la matiné del circo que se había instalado en el barrio. Aprovechó para
apoyar los pies sobre la silla tapizada en pana roja del comedor. Nadie le
regañaría. Maquinalmente, cortó un trozo de pan y lo mordió con rabia. A
pesar del volumen de la radio se escuchó el seco crujir del premolar superior
derecho al quebrarse como un débil cristal. Maldiciendo, escupió sobre la palma
de la mano y, entre las migas y los pedazos del diente, vio un pequeño objeto
parecido a un grano de trigo de color dorado. -“Los malditos panaderos habían
usado harina de mala calidad! -Se dijo. -“¿Molida?”- Lo depositó sobre la mesa.
Ahora, la ansiedad por el “clásico” había disminuido, sobre todo porque el
equipo boquense estaba empatando justo al final el primer tiempo. Como estaba
sucio por la saliva y las migas, derramó sobre el grano un poco de agua con la
finalidad de limpiarlo para verlo mejor. No lo pudo mover. Probó de asirlo
entre el pulgar y el índice a fin de levantarlo, y nada. La curiosidad
pudo más que los comentarios del entretiempo y apagó maquinalmente el
televisor, corriendo, además, la pequeña perilla de la radio a la posición
“Stop”. Pasó largo tiempo observando el pequeño objeto y tratando de moverlo de
diferentes formas. Por sobre el tapial del vecino le llegó la voz lejana de
Víctor Hugo anunciando el final del partido con el triunfo de Boca. -“Era
previsible”– Pensó, sin importarle demasiado. Habían pasado cincuenta minutos
desde el comienzo del incidente.
Cuando llegaron la mujer y los hijos lo encontraron
en la ardua tarea de removerlo del lugar. Demás está decir que, entonces, todos
se enfrascaron en lo mismo y un sinnúmero de herramientas daban vueltas por la
mesa alrededor del objeto. En un arranque de broca, el “chueco” juntó el
dedo medio con el pulgar y disparándolo, golpeó con la uña el pequeño “grano de
trigo” con todas sus fuerzas. El grito de dolor recorrió la casa como un
estampido. Era como si hubiera golpeado una máquina de ferrocarril.
Más tarde, cuando los vecinos se enteraron de la
situación, comenzaron a llegar uno a uno movidos por la curiosidad. En la
pequeña cocina no cabía un alfiler. Todos observaban al pequeño objeto y al
“chueco” con la esperanza de que este último lograra moverlo. El primero
en llegar fue “el flaco” Lucerna, el más chusma del barrio. Luego vino Felipe
Gonzaga, que hacía poco se había mudado a la casa de enfrente. Después llegaron
los Morantes, los Acevedo y, finalmente, alertado por la mujer de Lucerna, El
“Gordo” Agüero, que a pesar de ser un día domingo estaba trabajando en su
herrería de la otra cuadra. El gordo, a sabiendas de lo que estaba ocurriendo,
llegó munido de una maza, un grueso corta hierro y una barreta de acero
como de un metro de largo que usaba en ocasiones donde había que hacer fuerza
en serio.
Todos se hicieron a un lado. El “Gordo” apoyó el
filo de la barreta en un costado del pequeño objeto y con la maza comenzó a
golpearla a fin de desplazarlo. Del otro lado de la mesa, García juntó las
manos, para que en caso de que el objeto se moviera, no cayese al piso. Un
aplauso general premió al “Gordo”. El pequeño grano se había comenzado a deslizar
lentamente por la superficie de la mesa. A cada mazazo todos gritaban a coro el
famoso “Olé”. Con el último golpe, la cosa cayó en las manos del “chueco” que
se inclinó pesadamente hacia delante cayendo al piso de donde le era imposible
despegar las manos doloridas por el magullón. Entre cuatro personas lo
levantaron y lo sentaron. García transpiraba copiosamente y su rostro ahora muy
pálido hacía creer que caería otra vez descompuesto.
Al fin, habían logrado mover el pequeño elemento.
La sensación de asombro e incredulidad que pasaba por la mente de García era
indescriptible. -“¿Cómo era que algo así de pequeño podría llegar a pesar
tanto?”-Pensó, al tiempo que pedía ayuda para sostenerlo. -“Al estar dentro del
pan no pesaba nada en absoluto”. -“Tal vez, el contacto con el aire y el agua
lo habían transformado” -Conjeturó convencido.
Entre todos lo colocaron sobre una bandeja de acero
y, en una carretilla que trajo el “Gordo” Agüero, llevaron el pequeño objeto
hasta la herrería donde lo depositaron sobre una báscula que se hallaba cerca
de la entrada. Su peso, descontando la bandeja, era de treinta y ocho
kilogramos con setenta gramos. El estupor era general ante tan inusitado peso.
Agüero, de espíritu curioso, quiso probar su consistencia y con la ayuda del “Chueco”
García lo depositaron sobre el yunque donde procedió a golpearlo fuertemente
con un tremendo mazazo. Lo único que consiguió fue quebrar el cabo de madera
del martillo. Un nuevo asombro se instaló en las miradas de todos los presentes
que contemplaron en silencio como el pequeño grano yacía incólume y desafiante
sobre la lisa superficie del yunque. Agüero, ahora sudoroso y con el rostro
enrojecido por la impotencia, abrió el tubo de oxígeno y la llave del tanque de
gas de carburo. Acercó la llama de un fósforo al soplete y le dio fuerza como
para fundir una barra de acero del diez. Después de insistir unos minutos, se
dio cuenta que estaba perdiendo el tiempo: el pequeño seguía inalterable.
Lo cargaron nuevamente en la carretilla y en
silencio lo llevaron nuevamente hasta la casa del “Chueco García”, donde lo
depositaron con esfuerzo sobre la mesa del comedor. A todo esto, las agujas del
reloj de la cocina marcaban las once de la noche.
La decisión fue unánime: se irían a descansar y al
otro día recabarían la opinión del Ingeniero Fernández, miembro del “Comité de Investigación para Asuntos
Asombrosos” del CONICET.
Seguramente, ninguno de los que estuvieron allí,
logró pegar un ojo en toda la noche.
El “Chueco”, por la madrugada, creyó escuchar
ruidos extraños en el comedor. Le dolía terriblemente el maxilar donde aún,
quedaban vestigios del premolar. Se levantó de la cama y fue a la cocina para
tomar un calmante. Los ruidos parecieron decrecer pero no se extinguieron del
todo. Tragó el Ibuprofeno y, sin preocuparse demasiado, se acostó. Rápidamente,
se quedó dormido y sin molestias. Seguramente, él fue el único que esa noche
pudo dormir.
…………………………………
El comandante Lharghur logró reparar la pérdida de
energía en el quinto reactor del Ergonión y la nave se elevó silenciosamente,
huyendo de aquél inhóspito y agresivo planeta donde tuvo que descender por
desperfectos sobre un campo gigantesco y amarillo de espigas.
En un instante, la nave se perdió en el oscuro
infinito, rumbo a las estrellas.
©Norberto Pannone, del libro Cuentos de barrio, 2008
Norberto Pannone
Junín, Buenos Aires, Argentina
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