miércoles, 3 de octubre de 2018

Norberto Pannone


El bocado

Sentado frente al televisor, el “chueco” García miraba ensimismado las imágenes del clásico Boca-River en aquella fría tarde de domingo del mes de junio. En el almuerzo había comido poco, pues la carne del asado no estaba muy tierna, de manera que, después de la siesta, se levantó con hambre y ahora tenía a su lado el mate y medio pan francés.
El “chueco” era “hincha” fanático de River, que hasta ese momento ganaba escasamente 1 a 0 como visitante, pero era el equipo local el que dominaba el encuentro con amplio manejo de la pelota, de allí, la tensión del “chueco”, que no apartaba la mirada ni un instante de la pantalla. Sonó el teléfono y no contestó por miedo a perderse algún detalle. Deseaba, casi se diría que rogaba que su equipo hiciera otro gol, aumentando así la ventaja que, de paso, daría por tierra con su inquietud. Pero el gol no llegaba y si Boca empataba como local, seguro que en el segundo tiempo ganaría con ventaja. Bajó el volumen del televisor y encendió la radio. Buscó “Continental”, donde Víctor Hugo transmitía el mismo encuentro. Le pareció que escuchando al relator y mirando las imágenes al mismo tiempo, tendría una visión más clara de la contienda.
Estaba solo, la mujer había llevado a los chicos a la matiné del circo que se había instalado en el barrio. Aprovechó para apoyar los pies sobre la silla tapizada en pana roja del comedor. Nadie le regañaría. Maquinalmente, cortó un trozo de pan y lo mordió con rabia. A pesar del volumen de la radio se escuchó el seco crujir del premolar superior derecho al quebrarse como un débil cristal. Maldiciendo, escupió sobre la palma de la mano y, entre las migas y los pedazos del diente, vio un pequeño objeto parecido a un grano de trigo de color dorado. -“Los malditos panaderos habían usado harina de mala calidad! -Se dijo. -“¿Molida?”- Lo depositó sobre la mesa. Ahora, la ansiedad por el “clásico” había disminuido, sobre todo porque el equipo boquense estaba empatando justo al final el primer tiempo. Como estaba sucio por la saliva y las migas, derramó sobre el grano un poco de agua con la finalidad de limpiarlo para verlo mejor. No lo pudo mover. Probó de asirlo entre el pulgar y el índice a fin de levantarlo, y nada. La curiosidad pudo más que los comentarios del entretiempo y apagó maquinalmente el televisor, corriendo, además, la pequeña perilla de la radio a la posición “Stop”. Pasó largo tiempo observando el pequeño objeto y tratando de moverlo de diferentes formas. Por sobre el tapial del vecino le llegó la voz lejana de Víctor Hugo anunciando el final del partido con el triunfo de Boca. -“Era previsible”– Pensó, sin importarle demasiado. Habían pasado cincuenta minutos desde el comienzo del incidente.
Cuando llegaron la mujer y los hijos lo encontraron en la ardua tarea de removerlo del lugar. Demás está decir que, entonces, todos se enfrascaron en lo mismo y un sinnúmero de herramientas daban vueltas por la mesa alrededor del objeto. En un arranque de broca, el “chueco” juntó el dedo medio con el pulgar y disparándolo, golpeó con la uña el pequeño “grano de trigo” con todas sus fuerzas. El grito de dolor recorrió la casa como un estampido. Era como si hubiera golpeado una máquina de ferrocarril.
Más tarde, cuando los vecinos se enteraron de la situación, comenzaron a llegar uno a uno movidos por la curiosidad. En la pequeña cocina no cabía un alfiler. Todos observaban al pequeño objeto y al “chueco” con la esperanza de que este último lograra moverlo. El primero en llegar fue “el flaco” Lucerna, el más chusma del barrio. Luego vino Felipe Gonzaga, que hacía poco se había mudado a la casa de enfrente. Después llegaron los Morantes, los Acevedo y, finalmente, alertado por la mujer de Lucerna, El “Gordo” Agüero, que a pesar de ser un día domingo estaba trabajando en su herrería de la otra cuadra. El gordo, a sabiendas de lo que estaba ocurriendo, llegó munido de una maza, un grueso corta hierro y una barreta de acero como de un metro de largo que usaba en ocasiones donde había que hacer fuerza en serio.
Todos se hicieron a un lado. El “Gordo” apoyó el filo de la barreta en un costado del pequeño objeto y con la maza comenzó a golpearla a fin de desplazarlo. Del otro lado de la mesa, García juntó las manos, para que en caso de que el objeto se moviera, no cayese al piso. Un aplauso general premió al “Gordo”. El pequeño grano se había comenzado a deslizar lentamente por la superficie de la mesa. A cada mazazo todos gritaban a coro el famoso “Olé”. Con el último golpe, la cosa cayó en las manos del “chueco” que se inclinó pesadamente hacia delante cayendo al piso de donde le era imposible despegar las manos doloridas por el magullón. Entre cuatro personas lo levantaron y lo sentaron. García transpiraba copiosamente y su rostro ahora muy pálido hacía creer que caería otra vez descompuesto.
Al fin, habían logrado mover el pequeño elemento. La sensación de asombro e incredulidad que pasaba por la mente de García era indescriptible. -“¿Cómo era que algo así de pequeño podría llegar a pesar tanto?”-Pensó, al tiempo que pedía ayuda para sostenerlo. -“Al estar dentro del pan no pesaba nada en absoluto”. -“Tal vez, el contacto con el aire y el agua lo habían transformado” -Conjeturó convencido.
Entre todos lo colocaron sobre una bandeja de acero y, en una carretilla que trajo el “Gordo” Agüero, llevaron el pequeño objeto hasta la herrería donde lo depositaron sobre una báscula que se hallaba cerca de la entrada. Su peso, descontando la bandeja, era de treinta y ocho kilogramos con setenta gramos. El estupor era general ante tan inusitado peso. Agüero, de espíritu curioso, quiso probar su consistencia y con la ayuda del “Chueco” García lo depositaron sobre el yunque donde procedió a golpearlo fuertemente con un tremendo mazazo. Lo único que consiguió fue quebrar el cabo de madera del martillo. Un nuevo asombro se instaló en las miradas de todos los presentes que contemplaron en silencio como el pequeño grano yacía incólume y desafiante sobre la lisa superficie del yunque. Agüero, ahora sudoroso y con el rostro enrojecido por la impotencia, abrió el tubo de oxígeno y la llave del tanque de gas de carburo. Acercó la llama de un fósforo al soplete y le dio fuerza como para fundir una barra de acero del diez. Después de insistir unos minutos, se dio cuenta que estaba perdiendo el tiempo: el pequeño seguía inalterable.
Lo cargaron nuevamente en la carretilla y en silencio lo llevaron nuevamente hasta la casa del “Chueco García”, donde lo depositaron con esfuerzo sobre la mesa del comedor. A todo esto, las agujas del reloj de la cocina marcaban las once de la noche.
La decisión fue unánime: se irían a descansar y al otro día recabarían la opinión del Ingeniero Fernández, miembro del “Comité de Investigación para Asuntos Asombrosos” del CONICET.
Seguramente, ninguno de los que estuvieron allí, logró pegar un ojo en toda la noche.
El “Chueco”, por la madrugada, creyó escuchar ruidos extraños en el comedor. Le dolía terriblemente el maxilar donde aún, quedaban vestigios del premolar. Se levantó de la cama y fue a la cocina para tomar un calmante. Los ruidos parecieron decrecer pero no se extinguieron del todo. Tragó el Ibuprofeno y, sin preocuparse demasiado, se acostó. Rápidamente, se quedó dormido y sin molestias. Seguramente, él fue el único que esa noche pudo dormir.

…………………………………

El comandante Lharghur logró reparar la pérdida de energía en el quinto reactor del Ergonión y la nave se elevó silenciosamente, huyendo de aquél inhóspito y agresivo planeta donde tuvo que descender por desperfectos sobre un campo gigantesco y amarillo de espigas.
En un instante, la nave se perdió en el oscuro infinito, rumbo a las estrellas.

©Norberto Pannone, del libro Cuentos de barrio, 2008

Norberto Pannone
Junín, Buenos Aires, Argentina


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