miércoles, 3 de octubre de 2018

David Lechuga Fernández


El ladrón de palabras

    Llegaba tarde a la estación. Iba a perder el tren con casi total seguridad, pero aún le quedaba una última esperanza: Que el tren también se hubiera retrasado. Se aferraba a esa posibilidad entre el disgusto y el sueño, que intentaba disimular no sin esfuerzo entre parecidas caras de insomnio como la suya. El metro no bullía como lo hacía normalmente a esas horas de la mañana. Era sábado, y deducía que por las caras de sus compañeros de viaje, a ninguno le agradaba la idea de saberse obligado a ir dondequiera que estuvieran yendo en un día que inconscientemente todos teníamos señalado en el calendario como de descanso. Solo una chica, acompañada de una maleta, parecía completamente feliz.
Sin duda ambos llevaban el mismo destino en aquel pequeño viaje por el oscuro subsuelo de la gran ciudad, otra estación de la que volver a salir hacia otro lugar lejos de sus rutinas. En eso se sabían privadamente privilegiados respecto a los demás.
    Su tren llegó puntual. Y efectivamente, lo perdió. Se dirigió hacia la taquilla contrariado y mascullando algunos improperios en arameo. La taquillera amable y condescendiente le facilitó los horarios de los próximos trenes. No se entretuvo ni un momento en consultarlos.
- ¿El próximo?- preguntó con desprecio, casi culpándola de su retraso con su actitud. Al fin y al cabo era la primera persona a la que le había contado su disgusto, en la esperanza de recuperar algo de su dinero, o al menos poder cambiar el billete. “Lo siento, dentro de la media hora siguiente a la salida se puede cambiar solo en trenes de larga distancia y alta velocidad, pero no para media distancia…”. Y encima no había podido desahogar toda su contrariedad como le hubiese gustado, más bien al contrario, tuvo que atenerse a las normas más básicas de urbanidad para ser políticamente correcto.
- El talgo de las dos cuarenta y cinco- contestó distante desviando su mirada hacia la pantalla del ordenador, y de alguna forma, respondiendo a su desprecio anterior.
- Un billete, por favor,- dijo sin levantar la mirada de su cartera mientras sacaba la tarjeta de crédito y el carné de identidad.
- ¿Ventanilla o pasillo?, respondió mientras seguía fija en la pantalla, a la vez que recogía la tarjeta para hacer efectivo el pago.
    En ese momento fue consciente de lo estúpido y deliberado de su acritud hacia aquella víctima inocente de su mal humor, su sueño y quizá su infantil, prepotente e injustificado desprecio. Se ruborizó y quiso pedirle perdón, pero en vez de eso respondió sumiso y educado a su pregunta.
- Ventanilla, por favor.      
    Se acomodó en su asiento y el sueño le pudo a los pocos minutos. Cuando despertó dos horas después sus compañeros de viaje habían cambiado y estaban absortos en la película que se reproducía en las dos pantallas de las que disponía el vagón. Terminó de despertarse y fijó su atención en la pantalla él también, sin decidirse todavía a coger los auriculares y atender con su mejor predisposición a la película. Pero la curiosidad le pudo, sobre todo al comprobar una vez más los rictus de los que le rodeaban, donde era casi palpable el exquisito interés que mostraban. Cogió los auriculares que le regalaron justo después de tomar asiento e instantes antes de que se abandonara a su siesta recién terminada, los sacó del paquete y se dispuso a entretenerse con aquella supuesta maravilla que cautivaba a sus acompañantes de distinto tipo, raza, color y condición.
   El ladrón de palabras disfrutaba de su recién conseguido éxito. Se había convertido en el fenómeno editorial del año en Nueva York, disfrutaba de todas las prevendas de la fama, de sus privilegios y de alguno de sus inconvenientes. Aquella historia de amor situada en el París de la segunda postguerra mundial estaba codeándose con los últimos superventas conocidos, y según su editor prometía tener un recorrido envidiable a largo plazo. Ninguna de sus dos novelas anteriores habían conseguido interesar a nadie, editores incluidos, lo máximo buenas intenciones para el futuro, pero ninguno vio futuro en sus palabras. Y cuando en un viejo maletín que compró en una tienda de segunda mano del Manhattan menos conocido, encontró aquel manuscrito, con hojas ajadas por el tiempo y la desmemoria, supo enseguida que aquella era la historia perfecta con las palabras que a él le hubiese gustado escribir. Empezó a leer y solo se interrumpió para comer tan aprisa que vomitó a los pocos minutos. No quería llegar a la última frase, pero no pudo dejarlo hasta que lo hizo celebrando lo que había tenido la suerte de encontrar escondido detrás de aquellas sabias, perfectamente dosificadas y bellísimas palabras. La historia que sostenían quizá no era original ni muy distinta a otras muchas, pero así contada era la más especial que jamás había leído. Justo después de terminar se sentó al ordenador y transcribió palabra por palabra sin cambiar ni una coma, ni un punto, ni un adjetivo, disfrutando en aquella segunda lectura de la pausa necesaria que le permitía detenerse en los detalles, aquellos en los que la ansiedad no le dejó reparar horas antes. Le cambió el título y se lo envió a uno de los editores que más y mejores palabras le había dedicado a su segunda novela. Dos días después recibió su llamada, describiéndole exactamente las mismas sensaciones que había tenido él cuando empezó a leer: “Jamás me ha ocurrido que no pudiera dejar de leer. He vuelto a confiar en el poder de la literatura. Pero más importante que eso es que acabo de descubrir un genio oculto…”
   Después de la última firma de libros en una de las más importantes librerías de la ciudad, decidió acercarse a Central Park para respirar un rato y sentarse en alguno de los bancos más perdidos para leer las últimas críticas de su novela. Hacia su banco se acercó un anciano con una sonrisa amable que le pidió permiso para sentarse y rápidamente lo reconoció como el personaje público en el que se había convertido. Se había leído su novela, y le alababa los mejores detalles que parecía conocer como si fueran propios, como si aquella fuera su historia también.   
    Cuando lo entendió completamente en su intención, quiso disculparse, pero el protagonista y autor de su historia, lo obligó a escuchar el porqué de las palabras que le había robado. No había nada de ficción, y ni la belleza de las palabras que la describían podía solapar tanta tristeza. Ambos llegaron a la conclusión de que no era necesario publicar tanta verdad. Finalizó su discurso confesándole que nunca más volvió a escribir.
    Como quedaron justo antes de despedirse en un ataque de realidad, todos los meses le ingresaba el 90% de los beneficios generados por las ventas. Su 10% por ciento le correspondía por haber creído en la belleza de las palabras.


David Lechuga Fernández
Nació en Jaén. Reside en Madrid, España

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