El ladrón de palabras
Llegaba
tarde a la estación. Iba a perder el tren con casi total seguridad, pero aún le
quedaba una última esperanza: Que el tren también se hubiera retrasado. Se
aferraba a esa posibilidad entre el disgusto y el sueño, que intentaba
disimular no sin esfuerzo entre parecidas caras de insomnio como la suya. El
metro no bullía como lo hacía normalmente a esas horas de la mañana. Era
sábado, y deducía que por las caras de sus compañeros de viaje, a ninguno le
agradaba la idea de saberse obligado a ir dondequiera que estuvieran yendo en
un día que inconscientemente todos teníamos señalado en el calendario como de
descanso. Solo una chica, acompañada de una maleta, parecía completamente
feliz.
Sin duda ambos llevaban el mismo destino en aquel pequeño viaje por el oscuro subsuelo de la gran ciudad, otra estación de la que volver a salir hacia otro lugar lejos de sus rutinas. En eso se sabían privadamente privilegiados respecto a los demás.
Su tren
llegó puntual. Y efectivamente, lo perdió. Se dirigió hacia la taquilla
contrariado y mascullando algunos improperios en arameo. La taquillera amable y
condescendiente le facilitó los horarios de los próximos trenes. No se
entretuvo ni un momento en consultarlos.Sin duda ambos llevaban el mismo destino en aquel pequeño viaje por el oscuro subsuelo de la gran ciudad, otra estación de la que volver a salir hacia otro lugar lejos de sus rutinas. En eso se sabían privadamente privilegiados respecto a los demás.
- ¿El
próximo?- preguntó con desprecio, casi culpándola de su retraso con su actitud.
Al fin y al cabo era la primera persona a la que le había contado su disgusto,
en la esperanza de recuperar algo de su dinero, o al menos poder cambiar el
billete. “Lo siento, dentro de la media hora siguiente a la salida se puede
cambiar solo en trenes de larga distancia y alta velocidad, pero no para media
distancia…”. Y encima no había podido desahogar toda su contrariedad como
le hubiese gustado, más bien al contrario, tuvo que atenerse a las normas más
básicas de urbanidad para ser políticamente correcto.
- El
talgo de las dos cuarenta y cinco- contestó distante desviando su mirada hacia
la pantalla del ordenador, y de alguna forma, respondiendo a su desprecio
anterior.
- Un
billete, por favor,- dijo sin levantar la mirada de su cartera mientras sacaba
la tarjeta de crédito y el carné de identidad.
-
¿Ventanilla o pasillo?, respondió mientras seguía fija en la pantalla, a la vez
que recogía la tarjeta para hacer efectivo el pago.
En ese momento fue consciente de lo
estúpido y deliberado de su acritud hacia aquella víctima inocente de su mal
humor, su sueño y quizá su infantil, prepotente e injustificado desprecio. Se
ruborizó y quiso pedirle perdón, pero en vez de eso respondió sumiso y educado
a su pregunta.
-
Ventanilla, por favor.
Se acomodó
en su asiento y el sueño le pudo a los pocos minutos. Cuando despertó dos horas
después sus compañeros de viaje habían cambiado y estaban absortos en la
película que se reproducía en las dos pantallas de las que disponía el vagón.
Terminó de despertarse y fijó su atención en la pantalla él también, sin
decidirse todavía a coger los auriculares y atender con su mejor predisposición
a la película. Pero la curiosidad le pudo, sobre todo al comprobar una vez más
los rictus de los que le rodeaban, donde era casi palpable el exquisito interés
que mostraban. Cogió los auriculares que le regalaron justo después de tomar
asiento e instantes antes de que se abandonara a su siesta recién terminada,
los sacó del paquete y se dispuso a entretenerse con aquella supuesta maravilla
que cautivaba a sus acompañantes de distinto tipo, raza, color y condición.
El ladrón
de palabras disfrutaba de su recién conseguido éxito. Se había convertido en el
fenómeno editorial del año en Nueva York, disfrutaba de todas las prevendas de
la fama, de sus privilegios y de alguno de sus inconvenientes. Aquella historia
de amor situada en el París de la segunda postguerra mundial estaba codeándose
con los últimos superventas conocidos, y según su editor prometía tener un
recorrido envidiable a largo plazo. Ninguna de sus dos novelas anteriores
habían conseguido interesar a nadie, editores incluidos, lo máximo buenas
intenciones para el futuro, pero ninguno vio futuro en sus palabras. Y cuando
en un viejo maletín que compró en una tienda de segunda mano del Manhattan
menos conocido, encontró aquel manuscrito, con hojas ajadas por el tiempo y la
desmemoria, supo enseguida que aquella era la historia perfecta con las
palabras que a él le hubiese gustado escribir. Empezó a leer y solo se
interrumpió para comer tan aprisa que vomitó a los pocos minutos. No quería
llegar a la última frase, pero no pudo dejarlo hasta que lo hizo celebrando lo
que había tenido la suerte de encontrar escondido detrás de aquellas sabias,
perfectamente dosificadas y bellísimas palabras. La historia que sostenían
quizá no era original ni muy distinta a otras muchas, pero así contada era la
más especial que jamás había leído. Justo después de terminar se sentó al
ordenador y transcribió palabra por palabra sin cambiar ni una coma, ni un punto,
ni un adjetivo, disfrutando en aquella segunda lectura de la pausa necesaria
que le permitía detenerse en los detalles, aquellos en los que la ansiedad no
le dejó reparar horas antes. Le cambió el título y se lo envió a uno de los
editores que más y mejores palabras le había dedicado a su segunda novela. Dos
días después recibió su llamada, describiéndole exactamente las mismas
sensaciones que había tenido él cuando empezó a leer: “Jamás me ha ocurrido que
no pudiera dejar de leer. He vuelto a confiar en el poder de la literatura.
Pero más importante que eso es que acabo de descubrir un genio oculto…”
Después de
la última firma de libros en una de las más importantes librerías de la ciudad,
decidió acercarse a Central Park para respirar un rato y sentarse en alguno de
los bancos más perdidos para leer las últimas críticas de su novela. Hacia su
banco se acercó un anciano con una sonrisa amable que le pidió permiso para
sentarse y rápidamente lo reconoció como el personaje público en el que se
había convertido. Se había leído su novela, y le alababa los mejores detalles
que parecía conocer como si fueran propios, como si aquella fuera su historia
también.
Cuando lo
entendió completamente en su intención, quiso disculparse, pero el protagonista
y autor de su historia, lo obligó a escuchar el porqué de las palabras que le
había robado. No había nada de ficción, y ni la belleza de las palabras que la
describían podía solapar tanta tristeza. Ambos llegaron a la conclusión de que
no era necesario publicar tanta verdad. Finalizó su discurso confesándole que
nunca más volvió a escribir.
Como quedaron justo antes de despedirse
en un ataque de realidad, todos los meses le ingresaba el 90% de los beneficios
generados por las ventas. Su 10% por ciento le correspondía por haber creído en
la belleza de las palabras.
David Lechuga Fernández
Nació en Jaén. Reside en Madrid, España
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