El peregrino
Había
salido sigilosamente. Caminaba muy despacio, sin hacer ruido, como se lo
permitían sus gastados zapatos.
Antes
de dejar la casa, arrojó una última mirada a su jardín, acarició con pena los
rosales y oró para que un alma buena cuidara de sus plantas. Después, salió al
paso, sin mirar hacia atrás. Porque dicen que, el que mira hacia atrás, no
podrá jamás huir de sus recuerdos.
Siempre
había vivido solo. Entonces, ¿A qué tanto sigilo al salir? Quizás, para no
despertar los fantasmas de sus vivencias en el lugar, estaba seguro que, si
ellos se despertaban, no le hubiesen permitido partir… ¡Pero ahora era libre!
Tenía todos los caminos por recorrer y todo el resto de su vida para el pasaje
de su viaje de ida.
Caminó
hasta el atardecer y lo encontró la noche en un lugar apartado, donde se alzaba
un pequeño bosquecillo de enhiestos pinares. Ahí pasaré la noche -se dijo-,
encaminándose hacia el lugar. Al llegar, se recostó en el tronco de un alto
pino. Un grillo cantaba su monótona canción y la luna se abría paso entre las
nubes que pretendían ocultarla. No muy lejos, una lechuza emitió su craqueo
haciendo estremecer al hombre, mas, a pesar de sus miedos se sintió feliz por
su libertad; de poder andar a su antojo, de tener los caminos a su entera
disposición… Con estos pensamientos, se quedó dormido.
Cuando
despertó se sintió extraño… Algo le faltaba pero no sabía muy bien qué era. De
pronto, al ir a meter su mano izquierda en el bolsillo de su saco, descubrió
que ya no la tenía… Entonces, observó que aquella mano andaba pintando las
hojas secas de las hierbas del bosque con la segura intención de hacerlas
volver a la vida; regaba con rocío el cuerpo de una mariposa muerta y tomaba
con dulzura la patita rota de un grillo, ayudándolo a caminar. Así, feliz,
siguió su camino. ¡Ya había una mano que cuidaría del bosque!
Marchó
todo un día y esa noche llegó a un pueblito que no conocía. Se dirigió a la
iglesia y pidió al sacerdote que lo dejara dormir en el templo. “La casa de
Dios es de todos los que la necesitan, hijo” -Le dijo el cura. Y el hombre pasó
la noche allí.
Al
otro día se sintió nuevamente extraño, sabía que algo le faltaba pero no se
daba cuenta que era. El sacerdote le trajo una taza de té con algunas gotas de
leche y él intentó asirla con la mano derecha, pero ya no la tenía… El párroco
se disculpó y le dijo: -“Hijo mío, yo te daré de beber como cuando eras un niño
y no podías hacerlo solo…”
Luego
del desayuno, el hombre saludó y se fue para seguir recorriendo los caminos. A
partir de entonces, la mano derecha del hombre se quedó en la iglesia tañendo
la campana para llamar a los fieles, ocupándose también en mantener hermosa y
limpia la iglesia.
El
hombre sin manos caminó y caminó durante todo el día. Por la noche, se detuvo a
la vera de un camino. Allí se sentó y se dispuso a descansar… Sin darse cuenta
se quedó dormido. Lo despertaron los gritos y llantos de unos campesinos que
llevaban en brazos a un niño de unos diez años… -“¿Qué ocurre? –Preguntó el
hombre. -“Es el niño” -le respondió una voz. “Estaba jugando y se lastimó un
ojo con la punta de un alambre de púas. Se le ha vaciado y lo ha perdido”. El
hombre miró al niño con dolor y expresó su deseo en voz baja: “¡Si yo pudiese
darle uno de mis ojos!”. Milagrosamente, el niño recuperó el ojo que le
faltaba… Sus padres lloraban de alegría… Mientras el hombre, ahora tuerto,
observaba con su único ojo como se alejaban aquellos que, hasta un momento
antes, desgarraran su corazón con sus lamentos.
Sin
manos y con un solo ojo, el hombre se alegró porque aún sus piernas sanas y
fuertes le ayudaban a seguir marchando. Caminó y caminó hasta el anochecer.
Esta vez, realmente se hallaba muy fatigado. Apenas se hubo sentado, se quedó
profundamente dormido.
Con
las primeras horas del amanecer, dos leñadores que se dirigían al bosque en
busca de leña, lo hallaron recostado sobre su lado izquierdo y, al tocarlo, lo
sintieron rígido y frío –“¡Está muerto!” –Dijo uno de ellos -“¡Pobre, tal vez
se murió de hambre y de frío!” -Respondió el otro. Y ambos fueron a hacer la
denuncia policial.
El
cuerpo fue retirado y todos pudieron ver que le faltaba un ojo y las dos manos.
El
Cura del pueblo dijo que rogaría una misa para que su alma pudiera descansar en
paz. –“Demasiado habrá sufrido el pobre en su vida al faltarle sus manos y su
ojo derecho…” –Dijo el sacerdote.
Ese
día, mientras el religioso oficiaba la misa, las campanas de la iglesia
comenzaron a repicar locamente; un grillo cantaba sin parar; un niño de diez
años vino a ver al hombre muerto y las mariposas blancas revoloteaban por el
aire y sobre el césped reverdecido de los campos.
De
pronto, ante el asombro de todos, aparecieron en el cuerpo las manos intactas y
el ojo que le faltaba…
Desde
el atrio, se oía un coro de ángeles invisibles, entonando un salmo de
agradecimiento a Dios.
2006, Buenos
Aires, Argentina
Norberto Pannone
Junín, Buenos Aires, Argentina
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