Sueños
Ha
pasado mucho tiempo y hoy por casualidad crucé la calle donde aún existe la
casa en que vivías. Recuerdo que eras hermosa, y además tus breves diecisiete
años anticipaban una magnífica realidad de mujer. Te aventajaba sólo en tres, y
ante ello albergaba un ingenuo sentimiento de protección hacia vos. Tu alegría
permanente, tu serena curiosidad, hacían que todo se albergara en mi alma. Yo
era más bien tristón y reflexivo y por eso guardaba cuidadoso cada gesto tuyo,
cada palabra que decías porque me aligeraban los tristes instantes de mi
persona.
Eras
sincera y algo gratamente impulsiva, pero casi al momento reaccionabas y
volvías a la agraciada compostura de quien se ha permitido una incorrección
ligera. Nos reuníamos casi siempre en la plaza cercana a tu domicilio, y no nos
cansábamos de conversar, contándonos nuestras vidas, confesando logros y
vacilaciones. Nuestros allegados sostenían que estábamos de novios, y a mí la
idea no me disgustaba. Una vez dijiste con un rictus levemente severo: -¿Sabés?
Soñé que dentro de poco me iré de aquí pero no quedó claro por qué ni hacia
dónde…
No me
agradó el sueño y nada te dije, y sin saber la razón subió por mi ser una
fuerte y extraña inquietud, porque también yo había soñado que te marchabas.
No
pasó mucho tiempo cuando nuestros encuentros se interrumpieron por un viaje que
hice y que impuso un momentáneo alejamiento. Y todo sucedió después velozmente:
sufriste una peritonitis fulminante y te ausentaste sin que pudiera despedirte.
Cuando fui al velatorio no quise ver tu rostro, pues quería conservar aquella
imagen fresca de siempre.
Eras
hermosa como ahora. Yo continúo tristón y reflexivo, pero vos me alegrás
grandemente cuando arribas a mis sueños y hablamos largamente, volviéndose
lozano como antes cada instante que ahora me corresponde esforzadamente vivir.
El ángel
No
imaginé nunca nada sobre la vecindad atroz del humo y el fuego, del ardor
profundo en la garganta y de la mirada cegada por el aire, cada vez más
enrarecido.
Nada
sabía de la cercanía de la muerte, del temor de que sueños y esperas, recuerdos
y sentires terminaran carbonizados junto con mi cuerpo sin la espera ya de un
pronto y posible milagro.
El
fuego en tanto avanzaba en medio de alaridos desesperados, y ventanas
transpuestas por quienes se tiraban al vacío, y puertas cerradas herméticamente
y el llanto próximo de quienes caían sobre mí con todo su peso.
Alguien
me ayudó a incorporarme. Fue un hombre alto y corpulento que simplemente me
dijo:
-No
se aflija; ya se aplacarán las llamas. Tengo experiencia y algo conozco de
estos hechos-. Casi antes de terminar sus palabras rompió con decisión la
ventana más cercana, y tomándome en sus brazos se lanzó al espacio
depositándome luego suavemente en la hierba.
Sin
ya saber nada de mí, extenuada y aturdida aún por la angustia, alcancé a
escuchar:
-Ya
pasó todo. Tranquilícese ahora.
Lo
alcancé a divisar como a los diez metros, y vi entonces que fulguraba
paulatinamente y que le crecían alas en sus espaldas.
Comprendí
entonces que había obrado la clemencia. Sí, había obrado la más alta clemencia
y en forma directa y llana.
Del libro del
autor: Medida del asombro. Ediciones
La Luna Que, 2015
Julio Bepré
Poeta de Córdoba. Reside en Buenos Aires, Argentina
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