Espantapájaros
Estaba hastiado,
descorazonado, cansado. Era la segunda vez que le robaban la bicicleta y, como
una burla a su destino, le habían dejado en el lugar una vieja bicicleta hecha
pedazos. Para colmo de males, no sabía si don Carlos lo sacaría a patadas
cuando le fuera con el cuento. Todavía le debía seis cuotas de un total de
nueve; tres por la que le habían robado el mes anterior y seis de la de ahora.
Comprar otra contante y sonante, ni en
sueños, además, de conseguir el dinero, tendría que pagar también la deuda
primera. Era lógico. Hablaría con don Carlos y le explicaría el problema.
Necesitaba otra bicicleta sí o sí. Seguro que aquel buen hombre lo comprendería
y le vendería otra con algo más de plazo. Así que, entre rezongos y amargura la
emprendió hasta el negocio de don Carlos. Caminaba cabizbajo, triste y
malhumorado; por esa causa, no se percató de la presencia de aquel hombre alto,
calvo y de ojos verdes que lo estaba observando desde la vereda. Sólo se dio
cuenta de su presencia cuando este lo llamó por su nombre:
-¡Agustín! -Volvió
la cabeza al oír su nombre y entonces vio a aquel hombre alto, calvo y de ojos
verdes.
-¿A mí me habla?
–preguntó Agustín al ver al desconocido.
-Si, a usted.
Tengo algo para darle, venga.
Agustín siguió al extraño hasta una
camioneta de color gris con cúpula de aluminio. El hombre abrió la puerta
trasera y extrajo de allí un muñeco articulado hecho de metal y pintado de
negro.
-Tome -le dijo-
póngale algunas ropas y se convertirá en un espantapájaros, sólo que, no
ahuyentará a las aves, sino a los “Pájaros de cuentas”… Malhechores…
Delincuentes. Gente de la peor ralea… Es muy efectivo.
-¿Cómo sabe usted
que yo necesito eso?
-En el lugar de
donde vengo se saben muchas cosas. Pero eso no es importante.
El hombre cerró la puerta de la
camioneta, estrechó la mano de Agustín, puso en marcha el motor del vehículo y
se alejó de prisa.
Agustín recorrió las veinte cuadras que
lo separaban del negocio de don Carlos con el muñeco al hombro. Durante el
trayecto oyó y tuvo que soportar las ojeadas y las muecas risueñas y socarronas
de los transeúntes que lo miraban pasar. Don Carlos lo recibió muy extrañado.
-Me lo regalaron, dijo Agustín a modo de
disculpa al ver la mirada inquisidora del vendedor de bicicletas.
Don Carlos era un hombre honesto y
comprendió la situación de Agustín, de manera que, este, volvió a su casa con
un flamante biciclo, cargando el muñeco sobre el manubrio del mismo. Al llegar,
introdujo de inmediato en la casa al muñeco, ocultándolo de las miradas del
curioso vecindario. Una vez dentro de la casa, procedió a vestirlo con un viejo
traje azul. Le puso una gorra de viseras y unos gastados zapatos de color negro
que ya estaba por tirar a la basura, así, el espantapájaros quedó listo para sus
tareas de vigilancia nocturna. Agustín, esa noche descansó plácidamente, con el
sueño feliz de los honestos y con la seguridad de sentirse protegido por aquel
guardián inanimado… ¿Inanimado…? De pronto, esa palabra cobró fuerzas y Agustín
se sentó en la cama diciéndose a sí mismo: “¡Me estoy volviendo loco o más
estúpido! ¿Cómo puede un muñeco de metal evitar que me roben?” tuvo la
intensión de abrir la puerta, de salir afuera, de entrar la bicicleta a la casa
y arrojar aquel muñeco al basurero pero, enseguida, desistió de la idea. Algo
en su interior le decía que debía esperar y confiar. Al fin, se durmió.
El lejano canto de un gallo, lo sacó de
su mundo onírico y se apresuró a abrir la puerta… Apenas estaba amaneciendo.
Una angustia atroz lo ahogaba. ¿Estaría allí su bicicleta? Lleno de dudas abrió
con decisión y allí, bajo la luz del farol que alumbraba la entrada, destellaba
incólume su bicicleta nueva. Unos metros más adelante, estaba el muñeco aquel,
firme como un granadero, cumpliendo su tarea de espantar a los malandrines.
Agustín lo cargó sobre su hombro derecho y lo trasladó hasta el galpón que
había en el fondo de la casa. Hasta le agradeció su inmune faena de vigilante.
Apagó la luz y entró. Las primeras luces de la mañana anunciaban un esplendoroso
día y las horas posteriores habrían de confirmar una jornada esplendente. La
primavera ya estaba cerca y Agustín se sentía feliz de haber aceptado aquel
muñeco.
La noche siguiente transcurrió con la
misma rutina: depositó la bicicleta debajo del farol del porche, dejó el
espantapájaros en el mismo lugar y se retiró a dormir confiado en que nada le
podría ocurrir a su biciclo… ¿Confiado…? ¡No tanto! Se despertó un par de
veces, y en la última, agudizó su oído. Le había parecido escuchar algunos
pasos que resonaban en la entrada de la casa. Se tranquilizó al pensar que
sería alguien que transitaba por la vereda. Al fin… el sueño lo venció.
Despertó cuando ya estaba aclarando.
Salió apresuradamente y, como en la mañana anterior, allí estaba su bicicleta bajo
la luz del farol. Recogió al espantapájaros y lo guardó en el galpón.
Agustín realizaba estos cuidados casi
como en un ritual. De este modo, pasaron dos, tres, seis… nueve semanas y tres
días.
A los tres días de lo que debería ser la
décima semana, cuando faltaban pocos minutos para el amanecer, Agustín abrió la
puerta y miró hacia donde debería estar su rodado… ¡Sus ojos se abrieron con
incredulidad! ¡Su bicicleta nueva no estaba allí! Corrió hacia la entrada y
cuando llegó hasta el portón, divisó la bicicleta en el suelo, a un hombre
caído y al espantapájaros arrodillado junto al ladrón. Cuando se acercó un poco
más pudo ver que el muñeco de metal tenía aferrado al delincuente por el cuello
y lo había estrangulado. Con gran esfuerzo consiguió apartar los dedos
metálicos del espantapájaros del cuello del ladrón, pero, enseguida, comprendió
que debía dejar todo como estaba. Llamó a la policía y pocos minutos después
fue llevado detenido.
Toda la investigación desembocó en un
rápido juicio donde fue condenado a prisión por homicidio simple. Tres meses
después, moría en una reyerta con otros presos en la unidad 13 de la cárcel de
Junín. Nunca se supo quién lo había asesinado.
Su sobrino Esteban, vino a vivir a la
casa y decidió realizar una gran limpieza sacando al basurero diversas cosas
que estimó inútiles. Entre ellas: el espantapájaros.
Mucho tiempo después, aún recordaría un
acontecimiento que le había llamado poderosamente la atención:
Cuando estaba sacando
aquellas porquerías al basurero, había visto detenerse frente a la casa una
camioneta gris con cúpula de aluminio y descender de la misma a un hombre alto,
calvo y de ojos verdes quien le pidió, con mal disimulada avidez, el muñeco.
Gustosamente, él se lo había regalado. Pero, lo que más había atraído su
atención era el apuro con que el extraño personaje había
abierto la puerta trasera de la camioneta y como, con exagerada diligencia, y
al amparo de furtivas miradas, había cargado al espantapájaros, mientras
murmuraba algo acerca de unos malhechores…
Del
libro del autor: Cuentos de barrio
Norberto Pannone
Junín, Buenos Aires, Argentina
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