-¡Una ronda de chupitos guapa!
-pidió Ángel y Jesús volvió al presente resarcido y ya desvirgado.
Fuera se oía el canto de las
chicharras. La familia entraba y salía de la habitación de Carmen. Mientras
tanto Jesús, seguía caminando lentamente por las estancias de la casa. Se dio
cuenta de que sus recuerdos más remotos estaban atesorados allí, como el día
que se peló las rodillas cuando se cayó de la bici. ¡No!, recordó algo más,
Carmen dándole la comida con una cuchara que simulaba ser un avión. También
sintió alivio al ver que por más que lo intentara, no recordaba nada de cuando vivía
en Jaén con sus padres toxicómanos. En el fondo de su alma, los odiaba
profundamente. Los culpaba del abandono, de haberse criado en un lugar
demasiado estricto. Los culpaba del retraso mental de Lolo. Los culpaba por
bastardos. Los culpaba por el sufrimiento de su hermano y los culpaba también
por su propio sufrimiento.
Lolo era más que un hermano,
fue como un hijo al que debía cuidar con vehemencia. Aunque no podía valerse
por sí mismo nunca lo vio como un lastre. Hasta entonces el pequeño de los hermanos
era incapaz de comunicarse, de caminar y mucho menos, de controlar sus
esfínteres. Su dependencia e ingenuidad provocaban en Jesús un sentimiento de
ternura y de fuerte protección. El pobre estaba siempre encerrado en la
habitación, metido en la cama, con las articulaciones atrofiadas por la falta
de movimiento. Sus abuelos nunca lo sacaban a la calle. De pequeño lo hacían
pero conforme fue creciendo se hacía más difícil poder levantarlo y ya estaba
demasiado entumecido como para poder moverlo de la cama. No tenían medios para
contratar una persona cualificada que supiera mover su cuerpo y mantenerlo un
poco más flexible, que pudiera estimular su mente, que le ayudara a levantarse
de la cama y aprender a caminar. Lo metieron en “la caja de Pandora”. Una caja
que se abría sólo para darle de comer, cambiarle los pañales o callar sus
balbuceos cuando tenía ataques de histeria.
Jesús aseaba a su hermano cada
día. Le hablaba mientras le peinaba, le hacía muecas y cosquillas como si fuera
un niñito pequeño. Para él era un niño, un niño grande. Muchas veces conseguía
que sonriera. Esa sonrisa le daba la vida y sólo por eso ya valía la pena estar
esclavizado en el cortijo.
Dentro de sí sabía que le
podría haber pasado lo mismo. Se prometió que nunca abandonaría a su hermano,
nunca.
Fragmento del
libro Sigilo, novela erótica.
Cristina Valero. España
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El amor es siempre amor, venga
de donde venga. Un corazón que late con su acercamiento, un ojo que llora
cuando se va, son cosas tan raras, tan dulces, tan preciosas que nunca deben
ser despreciadas.
Guy De Maupassant
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