sábado, 15 de junio de 2013

Oliver Robertt

-La Plata, provincia de Buenos Aires, Argentina-


La Recusa

Había corrido entre los pe­ñascos. Estaba jadeando.
Paró en la última piedra que le brin­daba su subir.
Abajo, el abismo.
El viento soplaba cada vez más. Su pelaje se estremecía. Sus astas se envergaban.
Observó la tierra. Batió con los cascos fuertemente. Miró hacia atrás.
No había ya pasado, manada, re­cuer­dos.
Contempló como por última vez, el bosque, las montañas. Y abajo, muy abajo, un hilo de agua que corría.
El río en que tantas veces había bebi­do, no solo y sí acompañado.
Trató como en un ensueño ex­traño, de re­cordar, aunque sea en breve tiempo, un momento de felicidad:
Sintió el burbujear del agua ba­tiendo entre las piedras. Sus cascos hume­decidos. Y a su alrededor, aque­llos que habían sido sus compañe­ros y sus fieles hembras, que a través de los años fueron mostrando quién era él.
Sí… todo aquello no existía más.
Recordaba cierta vez en que el río había crecido estrepitosamente y car­gaba parte de los árboles de la costa, el crujir de las maderas al que­brarse…
¡Cuántos recuerdos!
Pero ahora él era el último.
Habían sido perseguidos impiado­samente. No entendía el por qué.
El ver caer a los suyos, uno a uno, lo dejó desesperado.
El enemigo no se mostraba.
La lucha era imposible. Las for­mas utiliza­das eran infames y mez­qui­nas.
No aceptaba ser eliminado de la misma ma­nera.
Sin objetivos, miró hacia el pre­ci­picio.
La vista se nublaba.
El viento soplaba con intensidad. Su pelaje parecía encresparse. Sus pa­tas no conseguían mantenerlo en equili­brio.
Se acomodó como para dar un salto.
Miró hacia el frente y entre las nubes apa­reció un rayo de luna.
Aquella luna que tantas noches lo había iluminado…
No sentía miedo. Su jadeante res­pirar ya no existía.
Bajó el hocico a la tierra como que­riendo absorber por última vez el olor de lo húmedo.
Sus cascos brillaban, estaban mo­ja­dos. Su pelo, pegado.
Lamióse las patas como teniendo conciencia de lo que era la materia.
Miró hacia abajo y se lanzó al abis­mo. Mientras caía, su cuerpo gira­ba, no se re­torcía. Era un salto elegan­te; el último.
Camino a la muerte.
Camino a la libertad.
Y allá abajo quedó su cuerpo en­tero, exten­dido.
Parece una estatua, una imagen que al ce­rrarse el rayo de la luna queda confundido en­tre las piedras como una mancha más…


De la Colección El Hablar de los Pensares
Tomado del sitio web del autor:


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En el amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismo, hay algo que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha tenido ocasión de comprobar la amistad mezquina y la frágil fidelidad del hombre natural.
Edgar Allan Poe

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2 comentarios:

  1. Cuánto nos puede enseñar un ser al que consideramos simple y a veces hasta menospreciamos...hermoso relato

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    Respuestas
    1. Aprecio tu lectura, querida Graciela
      Mi cariño, lo mejor para vos
      Analía

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