sábado, 15 de junio de 2013

Jerónimo Castillo

-San Luis, Argentina-


A cargo

- Yo tengo que ir a la ciudad, y como el cabo Ledesma está de licencia y el agente Benítez tiene largo tratamiento, lo dejo a cargo, Leyva, pero cuidadito con que llegue a faltar algo –
- Vaya tranquilo, comisario. Cualquier cosa la anoto en el cuaderno de novedades – dijo Leyva.
El comisario Pérez subió a su automóvil y partió, en tanto que Leyva puso la pava para comenzar con la primera cebadura de la mañana.
No habría transcurrido una hora, cuando un móvil de Jefatura se detuvo frente a la comisaría, del que descendió un oficial de alto rango de la policía, acompañado de dos efectivos más.
Se presentó explicando a Leyva el objeto de la visita. Eran inspecciones de rutina, de las que no se avisaba a las dependencias para verificar si todo estaba en orden, conforme al reglamento, con los edificios limpios y los muebles en buen estado de conservación.
 - Quiero ver el Inventario y el Libro de Guardia – manifestó el oficial, a lo que Leyva accedió señalándole el armario donde se encontraba la documentación.
El oficial, algo sorprendido por el descomedimiento de Leyva que indicó el sitio de guarda de los libros, pero no procedió a sacarlos y entregarlos como requería el inspector, si bien había notado al llegar que el efectivo no llevaba puesto el uniforme, cosa bastante frecuente en los destacamentos de campaña, se puso serio e increpó a Leyva:
- ¿Cómo es posible que desconozca mi investidura, y no se ponga inmediatamente a disposición del procedimiento? ¿Dónde está su uniforme? ¿Ud. se piensa que no voy a consignar esta anormalidad en el informe que elevaré al Comisario Mayor que me ha asignado la misión?
- Después no se queje – siguió diciendo el oficial inspector – si por ese informe su foja de servicios quede en condiciones de imposibilitarle los próximos ascensos –
Leyva lo miró un rato, y no podía entender en qué lo perjudicaría ese informe, ya que no era la primera vez que el comisario Pérez le encomendaba el cuidado de la dependencia, y todos en el pueblo lo conocían como para confiar en él, por lo que atinó a decir:
- Mire, señor, Ud. puede informar lo que quiera y revisar lo que tenga necesidad, con la condición de que no se lleve nada, que es lo me encargó el comisario Pérez. Yo no tengo nada que ver con la gestión oficial, porque soy el preso y siempre que Don Pérez sale, me deja a cargo.


Medianoche

Estaba ahí, en una mesa. De a ratos firmaba autógrafos, conversaba brevemente con quien se acercaba a saludarlo. Esperaba comenzar su programa nocturno en la bodega.
De repente nos cruzamos en la mirada, y pareció extrañarle que no me levantara a saludarlo, o al menos no expresara admiración por su presencia.
El café estaba llegando a su fin, y el pocillo vacilaba en la mano.
Imaginé lo que el circunstante significaba para la audiencia del éter, y también me extrañó que no me hubiera conmovido su presencia.
Había escuchado algo de lo que irradiaba y sabía de sus libros, pero un programa por una emisora con retransmisión nacional, ponía la cuota de humor al mediodía cuando regresaba a casa a almorzar.
Supuse su extrañeza al cruzarse nuestras miradas, porque no obtuvo el acto reverencial al que estaba acostumbrado. Sin embargo, en su rostro no se denotó expresión alguna.
El reloj estaba presto a dar las 12 campanadas, cuando dejó su lugar y se encaminó en dirección a la escalera que lo conducía a su mesa de trabajo.
Afuera, la Avenida de Mayo, ya tenía menor actividad, y en el Café Tortoni, Dolina comenzó su programa radial.


Cuentos del libro Final de Sinfonía. Ediciones El Biguá, San Luis, Argentina. Enero 2012 

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El sabio es quien quiere asomar su cabeza al cielo; y el loco es quien quiere meter el cielo en su cabeza.
Gilbert K. Chesterton

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