-Santa Fe, Argentina-
Metáfora sobre huesos
Cargo sobre mis hombros mi esqueleto cada día más roído, más
pesado.
De entre sus ranuras brotan anémicos árboles, hambrientos de
savia nueva.
No florecerán.
No habrá frutos.
Pasa un tiempo y no los siento, pero de pronto descargan
todo su peso sobre mí, las rodillas flaquean y debo apoyarme para no caer.
Amo estos viejos y sufridos huesos. Conozco de sus luchas,
de sus largas caminatas sobre piedras punzantes.
Debo seguir con esta carga.
En algún minuto de este milenio nos fundiremos y con una
sonrisa cómplice, descansaremos en paz.
Decisión
Estoy al borde del precipicio de tus ojos
siento que balanceo
el cuerpo.
Mis pies descalzos sufren las púas de las piedras,
mis manos sangran,
apretadas, tensas.
Hay en mi pecho un golpeteo de tambor rojo.
Baña mi boca un sabor a flores, a vida, a miel.
Y me duele
mirarte
y no quiero.
Pero el huracán me
empuja.
Y me dejo caer
blandamente.
Eva
Parada frente al enorme espejo, sus pies hundidos en la rica alfombra, miraba su figura.
Parada frente al enorme espejo, sus pies hundidos en la rica alfombra, miraba su figura.
El precioso vestido de infinitos tules, el escaso torso
cubierto de pedrerías, oro y rubíes repitiendo luces.
El peinado prolijo y tirante hacia atrás marcaba su bello
rostro.
Cerró los ojos y la imagen apareció nuevamente. Se veía muy
niña, tomando fuerte el vestido de su madre, junto a sus hermanos, esperando
frente a la señorial casa que los dejaran pasar a despedir a su padre
muerto. No quiso mirar el féretro. Sólo escuchó el llanto materno.
La verdadera esposa de su padre los hecha imperativamente.
Su esmirriado cuerpo tiembla con el recuerdo.
Abre los ojos y todo el esplendor presente borra los restos
de tristeza. Levanta desafiante su figura y arremete hacia los melosos
diplomáticos y militares que no disimulan el fastidio de rendirle
homenaje.
Se pasea entre el lujo, la hipocresía, las mejores ropas,
caros perfumes, imbéciles genuflexos que la saludan.
Mañana muy temprano la esperan multitudes de manos ásperas y
callosas con olor a pobreza, a comida rancia, a humo de leña.
Bocas desdentadas, rostros arrugados prematuramente,
sufridos seres que piden y ruegan, agradecen y bendicen.
Sentía que no pertenecía a estos desgraciados ni a estos
dorados salones.
Pero el amor hacia su hombre la empujaba, impulsando su
destino hacia el abismo del cáncer inexorable que acechaba.
La inmortalidad la aguardaba. Sólo el pueblo la siente aún
en carne viva.
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Un corazón grande se llena con poco.
Antonio Porchia
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