-Madrid (España)-
El hijo de la cuentera
La cuentera tuvo un hijo. Un momento antes de engendrarlo soñó que despertaba al ser besada por un príncipe. En verdad, el otro necesario para engendrar había sido elegido en amor. Era un mago. No cualquier príncipe, el de la ilusión. En el instante mismo en que el cuerpo de la cuentera se unió a ese otro cuerpo, como si tocados por una varita mágica pudieran fundirse en uno, ella pensó en la mujer verde y en el hombre violeta del cuento tantas veces contado: aquel dragón violeta dejándose ir en aquella cascada de peces verdes. Cuando el hijo nació, era tan pequeño que la cuentera recordó a Pulgarcito, e instintivamente le revisó los pies en busca de las botas de siete leguas. Sintió miedo de los gigantescos ogros que su hijo encontraría a lo largo de la vida. Luego sonrió, porque se dijo, ah, se dijo como Meñique, que “el saber vale más que la fuerza” y ya ella se preocuparía de ese saber. Que si cuentos, que si refranes, que si trabalenguas, que si adivinanzas. Decidió comenzar a enseñarle sin esperar más. Al crecer le tocaría al padre, que le enseñaría a reaparecer intacto después de cada ilusión. Ahora era el turno de la cuentera. Ahora era el turno de los dioses humanos. Y cada día ella contaba a su hijo, aunque todos a su alrededor exclamaban que aún no podía entenderla. Pasados unos meses, cuando su hijo empezó a hablar, las primeras palabras no fueron: “hambre” o “sed” tampoco precisamente “madre” o “padre”, aunque de algún modo esto fue dicho cuando la frase mágica aleteó en los labios y el hijo de la cuentera balbuceó: “Había una vez…”.
…………………………………………Tomado de la Colección Gaviotas de azogue 34
Algo de placer
El tenedor, que no puede evitar que el cuchillo penetre por entre sus dientes, como nunca se da por vencido, gira sobre sí, apresándolo. Algo de placer flota en el aire. Por lo que el tenedor, que no puede evitar que el cuchillo penetre por entre sus dientes, gira sobre sí, apresándolo. Algo de placer flota…
Desde antes se han mirado
El hombre y la mujer caminan en sentidos diferentes y se cruzarán. Desde antes se han mirado y han fingido no haberse visto. Cuando se cruzan, ella con su mano izquierda le roza un muslo. Él con su mano izquierda le roza una cadera. Unos pasos más allá, como si algo hubieran olvidado, giran, se regresan, fingen que nada ha ocurrido. Cuando se cruzan, ella con su mano izquierda le roza una cadera. Él con su mano izquierda le roza un muslo. Unos pasos más allá, como si lo olvidado no importara, giran, se regresan, fingen que nada ha ocurrido. Cuando se cruzan están de nuevo cada uno en la dirección en que caminaban inicialmente. El hombre y la mujer no se miran. Quizás no han fingido. Quizás no se han mirado porque no se han visto. Quizás todos los roces, tan correspondientes, han sido casuales. Casuales.
El francotirador y el aro de bicicleta
El francotirador conocía bien a aquel hombre que tenía en el punto de mira. Habían crecido juntos en la misma calle de polvo de metales. De niños jugaban con un aro de bicicleta sin rayos. Era rueda. Era anillo para una danza de malabarismos. Era saco de tesoros sobre la espalda. El francotirador tenía al hombre en el centro mismo del punto de mira. Insuperable amigo. Tenía que disparar. Inolvidable amigo. Dispararía. El hombre, allá a lo lejos, levantó del suelo un círculo refulgente de metal. Volvió a depositarlo y, de canto, lo echó a rodar en dirección al oculto francotirador. El enigma es: ¿Sonó o no sonó un disparo? Volveré a contarlo porque no seré yo quien asuma la responsabilidad de acabar. El francotirador conocía bien a aquel hombre que tenía en el punto de mira…
......……Los tres últimos textos pertenecen a Gaviotas de azogue 57
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Tales decía que no existía diferencia entre la vida y la muerte.
-¿Por qué no mueres, entonces? -le preguntaron.
-Porque no hay diferencia alguna -repuso.
Diógenes Laercio
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martes, 24 de marzo de 2009
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