Cara desusada
Antigua, fea y desusada: así era la cara de esa vieja. Y digo desusada porque una cara así, si bien ella no tenía más remedio que portarla, yo me imaginaba que era una cara de otro tiempo. Una cara que una vez se usó, y ella era la última que tenía la desgracia de ir por ahí, mostrándola.
En realidad, Leandro tuvo razón cuando me dijo que si la mina tuviera otro carácter, otra forma de relacionarse con los demás, quizás no la vería tan fea. Pero cada vez que iba a comprar puchos, sentía que esa cara, a la vieja, le debe hasta doler. ¡Qué poco favor le debía a Dios, por favor!
Yo, a Leandro, lo conocía desde hacía poco, pero congeniábamos bastante. Me gustaba porque era un flaco que hablaba nada más que lo indispensable. De él, sabía que tenía un abuelo comodoro y que vivía del otro lado de la vía, la odiosa franja de acero que partía en dos clases sociales al pueblo. Él -nunca lo habíamos hablado-, pero debía pertenecer a esas nuevas familias que se habían incorporado al barrio obrero que la Municipalidad hizo construir hacía un año. Y sobre todo, lo admiraba por los tiros libres que pateaba: de cinco intentos, era una fija, siempre embocaba, por lo menos dos goles. Además, como también era de San Lorenzo, eso nos hacía más compinches.
De la vieja esa, tampoco sabía demasiado. La conocía desde que había entrado a trabajar en el kiosco del tano Ragno. Nada más.
Me quedé helado cuando el Leandro este, me confesó que la vieja del kiosco, era su vieja. No supe qué decir. En ese momento hubiera querido ser mudo, pero ya estaba dicho y no tenía remedio. Él sonrió, me puso una mano en el hombro y antes de alejarse, me dijo: “Nos vemos”. Y lo dijo de una forma que no daba lugar a pensar que estaba ofendido, pero igualmente me quedé re-mal; después de todo, aunque seguía pensando lo mismo, era su vieja.
Y fue así. Nos vimos el domingo -como todos los domingos-, en la cancha de al lado del cementerio. Lo saludé con cierto temor. Pensé que, en una de ésas, tendría una actitud distinta hacia mí. Pero no, el chabón me pareció re-piola y con muy buena onda. Me saludó como siempre, haciendo chasquear su palma con la mía, en tanto que me guiñaba un ojo. Hasta recuerdo que hizo alusión al partido de ese día, de San Lorenzo con Boca. Pronosticó que le ganábamos 2 a 0. Y la pegó, salió así, nomás.
Lo que nunca me imaginé, es que fuera tan rencoroso. ¡Hijo de puta! Me metió cuatro goles, todos en el ángulo derecho. Incluso, el último, de taquito, me lo metió.
Emilio Núñez Ferreiro - San Antonio de Padua, provincia de Buenos Aires
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Manejar el silencio es más difícil que manejar la palabra.
Georges Clemenceau
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lunes, 12 de mayo de 2008
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Muy buen cuento. Soy narradora oral y, si me lo permite, guardaré este cuento en mi archivo para poder trabajar con él en mi taller. Gracias
ResponderEliminarAlicia Perrig
Comparto querida Alicia, un buen cuento, bien narrado, buen giro final. Es un gusto publicar a Emilio. Muchas gracias.
ResponderEliminarUn abrazo
Analía
Muy ubicado en el contecto barrial y bien narrado.
ResponderEliminarJulio R. Hernández